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edgar-cuentos

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«¡Deje de tocar y váyase!» Estoy enterado de que ciertos organilleros han aceptado<br />

marcharse por esta suma; por mi parte, mis gastos de capital eran demasiado grandes para<br />

permitirme hacerlo por menos de un chelín.<br />

Obtuve buenos beneficios con esta ocupación, pero de todos modos no me sentía<br />

satisfecho y acabé por abandonarla. Diré la verdad: trabajaba con el inconveniente de<br />

carecer de un mono, aparte de que las calles de Norteamérica son tan sucias, el populacho<br />

tan molesto... y no digamos nada de la cantidad de mocosos traviesos.<br />

Estuve sin empleo algunos meses, pero por fin, a fuerza de gran perseverancia, logré<br />

introducirme en el Falso Correo. En este negocio las obligaciones son sencillas y procuran<br />

bastantes beneficios. Por ejemplo: de mañana muy temprano, tenía que preparar mi fajo de<br />

cartas falsas. Dentro de cada una escribía unas pocas líneas sobre cualquier cosa, con tal de<br />

que tuviera un aire misterioso, y firmaba aquellas epístolas «Tom Dobson» o «Bobby<br />

Tompkins». Cerradas y lacradas, procedía a aplicarles falsos sellos de Nueva Orleans,<br />

Bengala, Botany Bay o cualquier otro lugar muy distante. Me ponía luego en marcha, como<br />

si llevara mucha prisa. Siempre llamaba a las casas importantes, entregaba una carta y<br />

recibía el pago del porte correspondiente. Nadie vacila en pagar el porte de correos por una<br />

carta, especialmente si es voluminosa. ¡La gente es tan estúpida! Y ni que decir que me<br />

sobraba tiempo para dar vuelta a la esquina antes de que tuvieran tiempo de enterarse de la<br />

epístola. Lo peor de esta profesión es que me obligaban a caminar mucho y rápidamente,<br />

así como a variar de continuo mi itinerario. Además, me producía grandes escrúpulos de<br />

conciencia. Jamás he podido tolerar los insultos a las personas inocentes, y la forma en que<br />

toda la ciudad maldecía a Tom Dobson y a Bobby Tompkins era realmente muy penosa de<br />

escuchar. Terminé lavándome las manos del asunto lleno de repugnancia.<br />

Mi octava y última especulación consistió en la Cría de Gatos. Dicho negocio me<br />

resultó el más agradable y lucrativo de todos, sin que me diera el menor trabajo. Como es<br />

sabido, la región está plagada de gatos, al punto que recientemente se debatió en la<br />

Legislatura, en una memorable sesión, un pedido de ayuda firmado por personas tan<br />

numerosas como respetables. En aquel momento la Asamblea se hallaba excepcionalmente<br />

bien informada de los problemas públicos, y coronó sus muchas, sabias y saludables<br />

decisiones con la Ley de los Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una recompensa<br />

por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos la pieza; pero más tarde el Senado<br />

enmendó el artículo correspondiente, sustituyendo «cola» por «cabeza», y la enmienda era<br />

tan adecuada que la Asamblea la aprobó nemine contradicente 123 .<br />

Tan pronto el gobernador hubo firmado el decreto, invertí todo mi capital en la compra<br />

de gatos. Al principio sólo podía alimentarlos con ratones, que son baratos, pero pronto<br />

aquellos animales cumplieron las prescripciones de la Escritura a una velocidad tan<br />

maravillosa que su número me permitió adoptar una política liberal, y desde entonces los<br />

alimenté con ostras y tortuga. Sus colas, a precio legislativo, me proporcionan hoy en día<br />

una buena renta, pues he descubierto un procedimiento basado en el aceite macasar, que me<br />

permite obtener tres cosechas anuales. Me encanta asimismo que los animalitos se hayan<br />

acostumbrado de tal manera que prefieran perder la cola a conservarla. Me considero, pues,<br />

un hombre que ha completado su carrera, y estoy negociando la compra de una finca sobre<br />

el Hudson.<br />

123 Hay aquí un juego de palabras intraducibie pues «cabeza»y «cola» equivalen a «cara»y «cruz». (N. del T.)

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