el jugador - texto
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Page 32<br />
Esperaba mi respuesta con tanta gravedad e impaciencia, que me pareció<br />
extraño.<br />
—¡Dígame de una vez de qué se trata! —exclamé—. ¿Acaso tiene miedo<br />
de mí? Veo perfectamente todas las complicaciones en que usted se debate<br />
aquí. Usted es la hijastra de un hombre arruinado y loco, consumido de pasión<br />
por ese demonio... Blanche. Además, está <strong>el</strong> francés, con su secreta influencia<br />
sobre usted. Y ahora... viene usted a hacerme esa pregunta. Por lo menos,<br />
que yo lo sepa. Si no, me vo l veré loco y cometeré cualquier locura. ¿O<br />
acaso le avergüenza a usted honrarme con su franqueza? Pe ro no puede usted<br />
sentir vergüenza d<strong>el</strong>ante de mí.<br />
— No le hablo a usted de nada de eso. Le he hecho una pregunta y espero<br />
la re s p u e s t a .<br />
— Naturalmente —exclamé—, mataré a quien usted me indique. Pe ro ¿es<br />
que usted podría..., es que usted me ordenaría una cosa semejante?<br />
— ¿ Cree usted que yo le tendría compasión? Le daría una orden y me mantendría<br />
al margen. ¿So p o rtaría usted eso? No, ¡no tiene usted esa talla! Ma t aría<br />
quizá si yo se lo ordenase, pero inmediatamente vendría a matarme a mí<br />
por haberme atrevido a impulsarle a cometer un crimen.<br />
Me sentí como anonadado por esas palabras. Naturalmente, incluso entonces<br />
consideré su pregunta mitad en broma, mitad una provocación, pero, sin<br />
embargo, había hablado demasiado seriamente. Estaba sorprendido de que<br />
se hubiese expresado así, que afirmase tal derecho sobre mí, que se re c o n ociera<br />
semejante poder y dijese con tanta franqueza: «Ve a tu perdición; yo me<br />
mantengo al margen.» Había en estas palabras tal cinismo, tal franqueza, que,<br />
a mi entender, <strong>el</strong>la pasaba de la raya. ¿Y cómo se comportaría conmigo después<br />
de eso? Esto superaba los límites de la esclavitud y la bajeza. Esta manera<br />
de ser me <strong>el</strong>evaba hasta <strong>el</strong>la. Por absurda e increíble que fuera nuestra conversación,<br />
me sentía desfallecer.<br />
De pronto se echó a re í r. Estábamos sentados en un banco, ante los niños<br />
que se disponían a jugar, justamente frente al lugar donde los coches se detenían<br />
para dejar a los pasajeros en la alameda que conduce al casino.<br />
—Fíjese en esa gorda —exclamó—. Es la baronesa Wurmerh<strong>el</strong>m. Ha c e<br />
sólo tres días que está aquí. Mi re a su marido: ese prusiano flaco y escuchimizado<br />
que lleva un bastón en la mano. ¿Re c u e rda usted cómo nos miraba<br />
a n t e a yer? Ac é rquese en seguida a la baronesa, descúbrase y dígale algo en franc<br />
é s .<br />
— ¿ Para qué?<br />
— Usted me juró que se habría arrojado desde lo alto d<strong>el</strong> Schlangenberg,<br />
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