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CAPÍTULO VIII<br />
LA REDENCION<br />
¿Cómo termina?<br />
La ambición <strong>de</strong> los dictadores rusos <strong>de</strong> ahora es conquistar el mundo, lo que han<br />
empezado con buen pie, según pue<strong>de</strong> atestiguar una docena <strong>de</strong> pueblos esc<strong>la</strong>vizados.<br />
Hace dos mil <strong>año</strong>s los emperadores romanos consiguieron lo que los rusos <strong>de</strong> ahora<br />
querrían conseguir. De hecho, los ejércitos <strong>de</strong> Roma habían conquistado el mundo entero,<br />
un mundo mucho más reducido <strong>de</strong>l que conocemos en nuestro tiempo. Comprendía los<br />
países conocidos <strong>de</strong>l sur <strong>de</strong> Europa, norte <strong>de</strong> Africa y occi<strong>de</strong>nte <strong>de</strong> Asia. <strong>El</strong> resto <strong>de</strong>l<br />
globo estaba aún por explorar.<br />
Roma tenía <strong>la</strong> mano menos pesada con sus países satélites que <strong>la</strong> Rusia <strong>de</strong> hoy con los<br />
suyos. Mientras se portaran bien y pagaran sus impuestos a Roma, se les molestaba más<br />
bien poco. Una guarnición <strong>de</strong> soldados romanos se <strong>de</strong>stacaba a cada país, en el que<br />
había un procónsul o gobernador para mantener un ojo en <strong>la</strong>s cosas. Pero, fuera <strong>de</strong> esto,<br />
se permitía a <strong>la</strong>s naciones retener su propio gobierno local y seguir sus propias leyes y<br />
costumbres.<br />
Esta era <strong>la</strong> situación <strong>de</strong> Palestina en tiempos <strong>de</strong> Nuestro Señor Jesucristo. Roma era el<br />
je<strong>fe</strong> supremo, pero los judíos tenían su propio rey, Hero<strong>de</strong>s, y eran gobernados por su<br />
propio par<strong>la</strong>mento o consejo, l<strong>la</strong>mado Sanedrín. No había partidos políticos como los<br />
conocemos hoy, pero sí algo muy parecido a nuestra «máquina política» mo<strong>de</strong>rna. Esta<br />
máquina política se componía <strong>de</strong> los sacerdotes judíos, para quienes política y religión<br />
eran lo mismo; los fariseos, que eran los «<strong>de</strong> sangre azul» <strong>de</strong> su tiempo, y los escribas,<br />
que eran los leguleyos. Con ciertas excepciones, <strong>la</strong> mayoría <strong>de</strong> estos hombres<br />
pertenecían al tipo <strong>de</strong> los que hoy l<strong>la</strong>mamos «políticos aprovechados». Tenían unos<br />
empleos cómodos y agradables, llenándose los bolsillos a cuenta <strong>de</strong>l pueblo, al que<br />
oprimían <strong>de</strong> mil maneras.<br />
Así estaban <strong>la</strong>s cosas en Ju<strong>de</strong>a y Galilea cuando Jesús recorría sus caminos y sen<strong>de</strong>ros<br />
predicando el mensaje <strong>de</strong> amor <strong>de</strong> Dios al hombre, y <strong>de</strong> <strong>la</strong> esperanza <strong>de</strong>l hombre en Dios.<br />
Mientras obraba sus mi<strong>la</strong>gros y hab<strong>la</strong>ba <strong>de</strong>l reino <strong>de</strong> Dios que había venido a establecer,<br />
muchos <strong>de</strong> sus oyentes, tomando sus pa<strong>la</strong>bras literalmente, pensaban en términos <strong>de</strong> un<br />
reino político en vez <strong>de</strong> espiritual. Aquí y allí hab<strong>la</strong>ban <strong>de</strong> hacer a Jesús su rey, un rey que<br />
sometería al Sanedrín y expulsaría a los odiados romanos.<br />
Todo esto llegó al conocimiento <strong>de</strong> los sacerdotes, escribas y fariseos, y estos hombres<br />
corrompidos empezaron a temer que el pueblo pudiera arrebatarles sus cómodos y<br />
provechosos puestos. Este temor se volvió odio exacerbado cuando Jesús con<strong>de</strong>nó<br />
públicamente su avaricia, su hipocresía y <strong>la</strong> dureza <strong>de</strong> su corazón. Concertaron el modo<br />
<strong>de</strong> hacer cal<strong>la</strong>r a ese Jesús <strong>de</strong> Nazaret que les quitaba <strong>la</strong> tranquilidad. Varias veces<br />
enviaron sicarios para matar a Jesús apedreándole o arrojándole a un precipicio. Pero en<br />
cada ocasión Jesús (al que no había llegado aún su hora) se zafó fácilmente<br />
<strong>de</strong>l cerco <strong>de</strong> los que pretendían asesinarle. Finalmente, empezaron a buscar un traidor,<br />
alguien lo bastante íntimo <strong>de</strong> Jesús para que se lo entregara sin que hubiera fallos, un<br />
hombre cuya lealtad pudieran comprar.<br />
Judas Iscariote era este hombre y, <strong>de</strong>sgraciadamente para Judas, esta vez había llegado<br />
<strong>la</strong> hora <strong>de</strong> Jesús, estaba a punto <strong>de</strong> morir. Su tarea <strong>de</strong> reve<strong>la</strong>r <strong>la</strong>s verda<strong>de</strong>s divinas a los<br />
hombres estaba terminada y había acabado <strong>la</strong> preparación <strong>de</strong> sus Apóstoles. Ahora<br />
aguardaba <strong>la</strong> llegada <strong>de</strong> Judas postrado en su propio sudor <strong>de</strong> sangre. Un sudor que el