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CAPÍTULO XV<br />
LOS DOS GRANDES MANDAMIENTOS<br />
La <strong>fe</strong> se prueba con obras<br />
«Sí, creo en <strong>la</strong> <strong>de</strong>mocracia, creo que un gobierno constitucional <strong>de</strong> ciudadanos libres es el mejor<br />
posible.» Uno que dijera esto y, al mismo tiempo, no votara, ni pagara sus impuestos, ni respetara <strong>la</strong>s<br />
leyes <strong>de</strong> su país, sería puesto en evi<strong>de</strong>ncia por sus propias acciones, que le con<strong>de</strong>narían<br />
por mentiroso e hipócrita.<br />
También resulta evi<strong>de</strong>nte que cualquiera que manifieste creer <strong>la</strong>s verda<strong>de</strong>s reve<strong>la</strong>das por Dios sería<br />
absolutamente insincero si no pusiera empeño en observar <strong>la</strong>s leyes <strong>de</strong> Dios. Es muy fácil <strong>de</strong>cir<br />
«Creo»; pero nuestras obras <strong>de</strong>ben ser <strong>la</strong> prueba irrebatible <strong>de</strong> <strong>la</strong> fortaleza <strong>de</strong> nuestra <strong>fe</strong>. «No<br />
todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino <strong>de</strong> los cielos, sino el que hace <strong>la</strong> voluntad <strong>de</strong><br />
mi Padre, que está en los cielos» (Mt 7,21). No pue<strong>de</strong> <strong>de</strong>cirse más c<strong>la</strong>ramente: si creemos en Dios<br />
tenemos que hacer lo que Dios nos pi<strong>de</strong>, <strong>de</strong>bemos guardar sus mandamientos.<br />
Convenzámonos <strong>de</strong> una vez que <strong>la</strong> ley <strong>de</strong> Dios no se compone <strong>de</strong> arbitrarios «haz esto» y «no<br />
hagas aquello», con el objeto <strong>de</strong> fastidiarnos. Es cierto que <strong>la</strong> ley <strong>de</strong> Dios prueba <strong>la</strong> fortaleza <strong>de</strong><br />
nuestra fibra moral, pero no es éste su primor dial objetivo. Dios no es un ser caprichoso. No ha<br />
establecido sus mandamientos como el que pone obstáculos en una carrera. Dios no está apostado,<br />
esperando al primero <strong>de</strong> los mortales que caiga <strong>de</strong> bruces con el fin <strong>de</strong> hacerle sentir el peso <strong>de</strong> su<br />
ira.<br />
Muy al contrario, <strong>la</strong> ley <strong>de</strong> Dios es expresión <strong>de</strong> su amor y sabiduría infinitos. Cuando adquirimos un<br />
aparato doméstico <strong>de</strong>l tipo que sea, si tenemos sentido común lo utilizaremos según <strong>la</strong>s instrucciones<br />
<strong>de</strong> su fabricante. Damos por supuesto que quien lo hizo sabe mejor cómo usarlo para que funcione<br />
bien y dure. También, si tenemos sentido común, confiaremos en que Dios conoce mejor qué es lo<br />
más apropiado para nuestra <strong>fe</strong>licidad personal y <strong>la</strong> <strong>de</strong> <strong>la</strong> humanidad. Podríamos <strong>de</strong>cir que <strong>la</strong> ley <strong>de</strong><br />
Dios es sencil<strong>la</strong>mente un folleto <strong>de</strong> instrucciones que acompaña al noble producto <strong>de</strong> Dios, que<br />
es el hombre. Más estrictamente, diríamos que <strong>la</strong> ley <strong>de</strong> Dios es <strong>la</strong> expresión <strong>de</strong> <strong>la</strong> divina sabiduría<br />
dirigida al hombre para que éste alcance su fin y su per<strong>fe</strong>cción. La ley <strong>de</strong> Dios regu<strong>la</strong> al hombre «el<br />
uso» <strong>de</strong> sí mismo, tanto en sus re<strong>la</strong>ciones con Dios como con el prójimo.<br />
Si consi<strong>de</strong>ramos cómo sería el mundo si todos obe<strong>de</strong>ciéramos <strong>la</strong> ley <strong>de</strong> Dios, resulta patente que se<br />
dirige a procurar <strong>la</strong> <strong>fe</strong>licidad y el bienestar <strong>de</strong>l hombre. No habría <strong>de</strong>litos y, en consecuencia,<br />
no habría necesidad <strong>de</strong> jueces, policías y cárceles. No habría codicia o ambición, y, en consecuencia,<br />
no habría necesidad <strong>de</strong> guerras, ejércitos o armadas. No habría hogares rotos, ni <strong>de</strong>lincuencia juvenil,<br />
ni hospitales para alcohólicos. Sabemos que -consecuencia <strong>de</strong>l pecado original- este mundo<br />
hermoso y <strong>fe</strong>liz jamás existirá. Pero individualmente pue<strong>de</strong> existir para cada uno <strong>de</strong> nosotros.<br />
Nosotros, igual que <strong>la</strong> humanidad en su conjunto, hal<strong>la</strong>ríamos <strong>la</strong> verda<strong>de</strong>ra <strong>fe</strong>licidad, incluso en este