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Libro conmemorativo - Fundación Abbott

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Entonces recibí la inesperada llamada del presidente del Gobierno solicitándome<br />

una cita. Fue el año en que la UE, obsesionada por reducir gastos y contentar<br />

a los tiburones de la bolsa, se sumió en la mayor depresión económica<br />

desde el crack del 29. Los ciudadanos estaban hartos de recortes que granizaban<br />

sin que supieran bien por qué. La mayoría llegó a dar por sentado que<br />

la sanidad, la educación, el estado de bienestar en su conjunto y la UE misma<br />

acabarían yéndose al garete. Por suerte, no tuvimos que comprobar si estábamos<br />

tan domesticados como para aceptarlo sin rechistar, y me gusta pensar<br />

que tuve algo que ver en los cambios que hicieron posible evitar la debacle.<br />

Ignoro quién violó su promesa y le habló de mí a algún jerifalte del Gobierno<br />

que hizo que me localizaran, pero estuve acordándome de toda la familia del<br />

chivato durante los dos días que tardó la comitiva presidencial en plantarse en<br />

mi casa. Porque, en contra de mi primer impulso, concertamos la cita. Seguro<br />

que padece alguna enfermedad grave que se resiste a ser identificada, pensé.<br />

¿Y qué pasaría si en medio del caos el presidente se veía obligado a renunciar?<br />

Además, no iba a discriminarlo por ser poderoso. O un gobernante de dudosa<br />

eficacia. O por usar peluquín, ya puestos. Casi me da un ataque de pánico<br />

cuando apareció frente a mi puerta aquel escuadrón de gorilas y personas<br />

trajeadas. Sin embargo, el presidente me pareció muy sano cuando entró. Resulta<br />

que yo estaba completamente equivocado: no era él quien precisaba de<br />

mis habilidades, sino su hijo. Yo ni siquiera sabía que fuera padre. Quien me<br />

expuso el caso fue su psiquiatra: se trataba de un adolescente que padecía<br />

una enfermedad mental cronificada de diagnóstico incierto, y no se lograba<br />

hallar la medicación adecuada. El chaval sufría enormes altibajos emocionales,<br />

jaquecas e incluso episodios de alucinaciones. El facultativo me pasó la<br />

pelota con descaro y en voz bien alta: solo si yo era capaz de hacerle sentir<br />

con exactitud qué fallaba en su mente podría hacer un diagnóstico certero<br />

del caso. Antes de aceptar el envite me tomé unos segundos para pensarlo:<br />

nunca me había planteado utilizar mi talento con enfermedades mentales.<br />

¿Podría transmitir ese tipo de trastorno? ¿Sería peligroso para el médico, para<br />

el chico o para mí? Iba a rechazar el caso, por mucho presidente que fuera,<br />

pero en ese momento dos enfermeros entraron empujando una camilla. El<br />

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