102 CIRCO INFIERNO Por Agustín Rodriguez Cuesta
Estaba en su cama cuando, motivado por una extraña visión, se incorporó para observar con detenimiento la ventana que tenía justo en frente. Al niño de ocho años le pareció ver, en uno de los paneles de vidrio, el rostro de una simpática joven que lo doblaría en edad. Intrigado, se quedó observándola, hasta que ella comenzó a llamarlo con voz muy tenue: «Felipe... vení». Simultáneamente apareció, en otra de las hojas de vidrio, la cara de un agradable payaso que tendía su mano en gesto de invitación. Persuadido por aquellos seres que ofrendaban su amistad, estiró los brazos y se dejó llevar. Cuando el payaso lo tomó con sus manos, a Felipe le parecieron tibias, pero luego, al atravesar la ventana, se le congelaron de golpe y se asustó. Lo que más le causó temor fue notar el súbito cambio en la apariencia de sus anfitriones. El payaso tenía los ojos completamente negros y llevaba puesto un largo sombrero que le dio escalofríos. Mientras que la niña estaba tan flaca que su piel se transparentaba y se le veían los huesos. Sus cabellos pendían hacia los lados en dos mechas coloradas, y sonreía de tal modo que sus pómulos quedaban exageradamente expuestos respecto del resto de su cara. —Hola, Felipe —dijo la joven—. Yo soy la Niña Calavera y él es el Payaso Con Sombrero. Felipe se quedó tieso, sin pronunciar palabra. No le hizo falta más para saberse arrepentido de haber accedido a la invitación. —No tengas miedo. Nosotros somos tus amigos; no vamos a hacerte daño. —¿A dónde estoy? —Estás en un lugar adonde no existe el tiempo, ni el hambre, ni el dolor. —¿Y a dónde queda? —¿Acaso lo olvidaste?... Está cruzando la ventana de tu habitación. —¿Puedo volver? —consultó Felipe, cada vez más aterrado. —¿Por qué harías eso? Acá podés divertirte sin cansarte. <strong>La</strong> Niña Calavera sacó de su chaqueta roja una chupaleta que parecía tener mil colores y se la obsequió aclarándole que, aunque ahí no existiese el apetito, podía comer cualquier cosa que se le antojara. Él la recibió y, tras probarla, le pareció más exquisita que cualquier otra golosina que hubiera degustado jamás. Lo llevaron caminando sobre unas lomas verdes que subían y bajaban bruscamente y que terminaron convirtiéndose en terruños de un profundo color marrón, sin una pizca de césped que los cubriera. Luego pasaron frente a unos ranchos humeantes con tranqueras de madera y animales que no había visto en su vida, y que tampoco hubiese imaginado que pudieran existir en ése ni en cualquier otro mundo. Tras caminar una inmensurable cantidad de metros, llegaron a una gran carpa de color rojo y negro, en cuyo frente titilaba un gigantesco cartel de neón azul que rezaba: «Circo Infierno». —Mirá —le señaló la Niña Calavera—, ahí vivimos nosotros. <strong>La</strong> carpa estaba montada sobre una interminable pradera. Por encima, la cubría un cielo virgen de nubes y un radiante y amarillo sol, el cual, a pesar de su fulgor, podía ser visto sin perjuicio a los ojos. En la puerta de la carpa había dos seres que, según le pareció, iban mutando de forma a medida que se acercaban a ellos, y que, para cuando llegaron a la entrada, habían desaparecido por completo, dejando solamente un aro- 103
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