TRESCIENTOS KILÓMETROS, TRESCIENTOS EUROS Por Francisco J. Barata Bausach 36
Callejeando, mirando sin ver, cruzándome con gentes que ni les importaba ni me importaban, me fijé en un panfleto en el limpiacristales de un «buga», colores estridentes, pero llamaba la atención. Leí sus promesas, después de enumerar titulaciones altisonantes: Garantía de curación de toda enfermedad existente mediante métodos homeopáticos y profilácticos. Llevaba semanas sin medicarme, no quiero tomar los comprimidos que me recetan los siquiatras, me dejan alelado, me impiden hacer lo que me gusta. Eran muchos kilómetros para visitar al homeópata. Trescientos kilómetros, que tendría que ir en autobús o tren. No tengo carnet de conducir ni coche, no me interesan. Sería un peligro para la gente, me gusta ser un peligro, pero cuando quiero, no cuando quiera el coche. Después de valorar pros y contras, elegí en autobús, razones diáfanas, no había tren desde mi pueblo. El autobús era cómodo, muy nuevo, con tele. Todos los autobuses de líneas nacionales parecen nuevos, ¿serán de un solo uso? En el bus había una señora que olía mal, me jode la falta de higiene. No había manera de neutralizar aquella peste entre tanta gente. Delante estaba una amiga, cuando mi «olorosa» levanta el brazo, del sobaco surge olor a hamburguesa y cebolla, eran las nueve de la mañana. No tenía uno que ser muy listo para deducir que no se duchó por la mañana ni por la noche, vamos, delito ecológico. Mi asiento estaba a su lado, el autobús lleno, las ventanas no se pueden abrir, porque si no, por mis muertos que la tiro por la ventana. El viaje fue tranquilo, pero la señora olía que alimentaba, ni me gustaba las hamburguesas ni la tiparraca, llegué malhumorado a la ciudad del homeópata. Palizón, pero no me hagan caso, me quejo por todo, lo peor el hedor, me pasé el viaje viendo una «peli», los auriculares no tapaban las narices, eso sí que es un fallo, sin ruidos, pero con olor. Acabado el viaje, en tierra santa, perder de vista el olor, me faltó besar el suelo como el Papa. Busqué a la hamburguesa, la seguí, se despidió de su amiga. Caminábamos por una calle desierta, solucioné su problema higiénico para siempre, le hice un favor. Me sentía satisfecho, pregunté la dirección a un agente. Llegué dando un paseo que sirvió para estirar piernas al domicilio del sanador. El edificio céntrico, pero en callejuela cutre. <strong>La</strong> finca bastante vieja, se notaba. <strong>La</strong> puerta chirrió, sus cristales grises del polvo que en ellos vivía, las paredes del zaguán canto al despropósito, trozos de un color, otros sin color, encima el ascensor no funciona. Me estaba poniendo de los nervios y era un tercero. Sube que te sube, los descansillos sórdidos, paredes desconchadas, mala espina me daba. De mala hostia llegué al piso del «profiláctico». Había cuatro puertas, en una «cantaba» el cartel anunciador, mismo mal gusto del panfleto. Toqué el timbre. Abrió una enfermera oronda, sudorosa, con cofia, la criada negra de Escarlata O`Hara, en blanquita. Con una mueca que quería ser sonrisa, me hizo pasar. Una sala triste, interior, luz de neón pobre, desquiciante, el tubo parpadeaba. No me gustó tener que dejar cien euros, «para caridad», según la enfermera. Al poco me recibió el sanador. Bajito, cabezón, toruno, feo en avaricia, me tendió la mano sin salir de su parapeto tras la mesa y sin levantarse, estaría cansado. —Buenos días, soy el Doctor Don Salustiano Cienfuegos. ¿Usted dirá caballero? —joder, el «Salus», ¿qué iba a querer? Mal vamos. 37
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