94 EL NEGRO Por Héctor Daniel Olivera Campos
I Quizás había sido una mala idea después de todo, masculló para sí mismo Daniel, acordándose de Flavio. En el momento en que le ofrecieron el trabajo todo parecían ventajas, tan sólo debía realizar, dos veces por turno, una ronda rutinaria que no le llevaría más de una hora, dejándole libre el resto del tiempo. Lo malo es que estaba cubriendo una baja, así que en cuanto el titular se restableciera de su enfermedad, rescindirían su contrato. Daniel aceptó aquel empleo precario de vigilante nocturno a falta de algo mejor, contento con la oportunidad que se le presentaba de poder escribir durante el horario laboral sin que le molestasen. Peor llevaba enfundarse el uniforme parapolicial con su fálico complemento: la porra de goma. Se sentía disfrazado y ridículo. Tener demasiado tiempo para pensar invita muchas veces a descender por el angosto pasadizo de nuestra propia oscuridad. El pensamiento de Daniel reclamaba, una y otra vez, en la noche, la presencia ofensiva de Flavio, el autor de novela policiaca para el que hacía de negro. ¿Iba a escribirle su nueva novela una vez más? El dinero esclaviza y muchas veces para tener que comer realizamos las bajezas que no haríamos por un millón, pues el millón no lo necesitamos realmente, pero comer, hay que comer cada día. Daniel le había escrito a Flavio siete novelas de enorme éxito, todas ellas adaptadas al cine. Suya era la imaginación y el sudor y de Flavio el reconocimiento, la fama, las promociones, la parte grande del pastel, la dulzura de vivir. Por un acuerdo verbal, Daniel había de llevarse el diez por ciento de las ganancias, aunque jamás recibió dicho porcentaje, ni la mitad tan siquiera. Flavio, avaricioso, le escatimaba su salario, le hacía rogárselo, demoraba las entregas y cuando le pasaba el sobre, lo hacía de mala gana, con un semblante más propio de un tipo al que estuvieran operando de vesícula, que de alguien que salda una deuda legítima. ¿Cuántas veces se había dicho Daniel a sí mismo, «esta es la última vez que lo hago»? Pero, claro, explícale esas miserias al casero o al director de la oficina bancaria para que no devuelva los recibos por falta de fondos. Por eso le iba bien aquel trabajo, para poder escribirle a Flavio su octava novela y bañarlo nuevamente con notoriedad y dinero, mientras él continuaba reptando en la oscura precariedad. Daniel fantaseó muchas veces con la idea de matar a Flavio y esa emoción le ayudaba a fabricar y entender a sus homicidas de papel. Se permitía aquella licencia, aquella impotencia, aquella ridícula sacarina con la que endulzar sus claudicaciones. Y sin embargo, sabía que hasta las renuncias tienen un límite; sentía miedo de sí mismo, terror a que llegase el día en que no bastase con sublimar su resentimiento a través de la literatura, el día en que descubriera que matar es más fácil de lo que parece. III —Carlos, ¿de verdad que no me puedes sacar de aquí? Este sitio es horrible. Esta mañana cuando me encerraron, me quejé de que mi celda no estuviese preparada, la cama estaba sin hacer. ¿Y sabes que me contestó el funcionario que 95
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