78 SIEMPRE LLEGO TARDE A TODOS LADOS Por Daniel Frini
Tengo un problema: mi máquina del tiempo atrasa. He gastado horas en darle cuerda de la manera correcta (no es conveniente forzar el mecanismo, tal como lo demuestra el trágico incidente del Chichilo Sartori), pero no hay caso. Intenté encontrar alguna ecuación que me permita compensar los desajustes (mi hipótesis era que cuando más lejos hacia adelante o hacia atrás, más atraso del mecanismo), pero no hubo caso. <strong>La</strong> he llevado al taller del <strong>La</strong>ucha Micheli —no hay mejor relojero que él—. Consulté con el Manteca Acevedo, que de motores cuánticos sabe una enormidad. Corregí el flujo de tempiones con una barrera de interacción electromagnética de largo alcance, confiné las fuerzas de repulsión electroestática para limitar la velocidad térmica, interferí en la relación an/cat de manera de aumentar la energía de paso; pero tampoco me sirvió de nada. Y el problema no es menor. Me hice viajero porque fue la mejor manera de aunar mis dos pasiones: por un lado, soy una especie de científico casero al que le fascina construir dispositivos extraños; y por otro, me encantan los episodios anecdóticos de la historia; así que, cuando encontré los planos, no lo dudé; construí la Máquina y me lancé al espaciotiempo, pero no hay caso. Tres o cuatro veces quise ver cómo perdía su cabeza Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen, el veinticinco de Vendémiaire del año dos de la República Francesa, a las once de la mañana, en la Plaza de la Revolución, en París; y siempre arribé cuando los últimos curiosos están alejándose y el verdugo Sansón limpia la hoja de la guillotina. Incluso una vez llegué en la noche del veinticinco al veintiséis, y sólo encontré a un borracho orinando una de las patas del cadalso. Quise ver a Martin Luther King y su «I have a dream» el veintiocho de agosto de mil novecientos sesenta y tres, frente al monumento a Lincoln, en Washington; pero solo encontré las escaleras llenas de papeles y sucias por las miles de personas que las habían pisado; y a un grupo de relegados comentando, mientras se alejaban, lo impactante que les había resultado el discurso. Intenté estar entre las catorce horas veinticinco minutos y las quince del 30 de abril de mil novecientos cuarenta y cinco, en los techos del Reichstag de Berlín y resolver, de una vez por todas si fue Melitón Varlámovich Kantaria, o Mijaíl Petróvich Minin o Abdulchakim Ismailov el soldado que hizo ondear la bandera roja en el portal del Parlamento alemán; y ver a Yevgueni Jaldei inmortalizar el momento en una foto (ícono, si los hay, que marca el final de la Segunda Guerra); pero no llegué, siquiera, a verlo guardando sus equipos. Ya eran las cinco de la tarde, el tejado estaba vacío, y no había bandera. Para cuando pisé la Curia del Teatro de Pompeyo en Roma, en los idus de marzo del año setecientos nueve at urbe condita; Bruto y los conjurados ya habían asesinado a Julio César. No llegué a ver a Perón en el balcón de la Rosada, el diecisiete de octubre del cuarenta y cinco. En Nagasaki ya había explotado la bomba. No quedaba ningún occidental en Saigón. Los militares no me dejaron entrar al Groun Zero de Roswell. Los plomos de los Beatles estaban desarmando 79
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