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pero las puertas se abrían o se cerraban sin que me fuera posible encontrar
una relación entre el contenido de las habitaciones y la prisa
del médico, que ya iba varios metros más adelante y que seguía hablando
sin que pudiera escucharle la voz, como si esa postura del cuerpo,
como de una joroba de pronto germinada bajo la bata, le achicara también
la voz y le borrara de la mente que yo ya no estaba a su lado
(la única ocasión en que nos aventuramos a recorrer las primeras estancias
de la clínica abandonada en la calle de mi infancia, con la idea
de que la luz del día nos protegía de espantos y posesiones, tomamos
un respiro hondo, aguantamos el aire en los pulmones, y caminamos
con las puntas de los pies tratando de no tocar nada:
no salimos corriendo ante ninguna aparición ni movidos por el miedo,
no al menos por el miedo a una amenaza, como diría el médico,
sino porque el aire se nos terminaba y no queríamos volver a casa, a la
seguridad de nuestra casa, con el cuerpo lleno de respiraciones de ese
óxido de sábanas y sueros resecos que alcanzamos a imaginar antes de
poder ver nada más que alguna puerta cerrada, matorrales, paredes
desconchadas, el tiempo y su hambre)
así, como en el recuerdo, comencé a caminar como si el aire se me
estuviera terminando, y después de unos pasos y unas puertas cerradas,
al otro lado de un umbral donde se abría una sala, el médico estaba
tranquilo, sereno en su porte de científico que aguarda por su monstruo,
un monstruo al que ya no teme, y me di cuenta de que seguía hablando
como si nada lo hubiera interrumpido
como si hubiéramos atravesado una región peligrosa con éxito y sin
perder nada en el camino
En el temor no hay nombres, seguía diciendo, hay formas;
colocó su mano clínica sobre mi hombro y me dirigió a una de las
puertas:
al otro lado esperaba el aparato, limpio, blanco, estéril, donde me
acosté para empezar con el experimento
Tu miedo es un miedo útil, me dijo, estúpido, pero orgánicamente,
evolutivamente, útil
Excodra XLIII 18 El miedo