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especialmente cuán absolutos eran. Cómo me hundía yo en el salón de
mi casa intentando salir de mi estrecho mundo, mis vacías calles, mi
ominosa ciudad, sin poder siquiera controlar la lasitud de mis timoratos
esfínteres.
Después preparaban la vídeollamada que emitían desde cualquier
rincón del mundo y que siempre era ella quien realizaba. Le causaba
un placer morboso, a la muy diablilla, llamarme enfundada en el
caftán y las babuchas, fumándose una shisha en el barrio turco de Sarajevo,
para hacer su siguiente aparición, en un pis pas, surfeando en
Cape Town vestida de neopreno, sabiendo que yo llevaría días, incluso
semanas, marchitándome entre cuatro paredes.
Humbert, en cambio, siempre invocaba el habeas corpus. Porque
cuando lograba invocar mis exangües redaños y conseguía salir a comprar
el pan entre sudores, me encontraba de sopetón al viejo taumaturgo,
tomando un café en la fleca de enfrente, como si fuera un vecino
más, con su pullover y sus gafas con cordel, leyendo el periódico o sentado
en un banco del parque, disfrazado de pordiosero, brillando sus
ojos rapaces y su sonrisa astuta. Pero eso era en contadas ocasiones, lo
frecuente, eran las llamadas de Ariadna.
–Saturno os está jodiendo vivos –continuó al cabo de unos días,
mientras le hacían un masaje en algún lugar de Bangkok.
Eso le había dicho el viejo, me aseguraba, aunque a ella se la traía
al pairo. Lo suyo era la danza y el éxtasis, el juego y el azar. Y los buenos
restaurantes. Las analogías las dejaba para los poetas atrapados en
una ciudad mustia y azul.
“No sé si recuerdas, querido, a tu complaciente generación, la Generación
X, de la que tu eres un flamante ejemplo. ¡Qué fácil era el
mundo entonces! ¡Cuánto cachondeo! Sin novedad en el frente occidental.
Todo estable, economía creciente, mundo globalizándose, seguridad
social, créditos, fascismo olvidado, comunismo, también. Existió
el SIDA que afectó un poco a tus hermanos mayores, pero muy de rasqui.
Era imposible creer que ningún acontecimiento bizarro podía alterar
aquel viejo orden. Una generación tan previsible y relamida que su
principal adalid, Kurt Cobain, se permitía el lujo de cantar a la depre
El miedo 43 Excodra XLIII