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Excodra XLIII: El miedo

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especialmente cuán absolutos eran. Cómo me hundía yo en el salón de

mi casa intentando salir de mi estrecho mundo, mis vacías calles, mi

ominosa ciudad, sin poder siquiera controlar la lasitud de mis timoratos

esfínteres.

Después preparaban la vídeo­llamada que emitían desde cualquier

rincón del mundo y que siempre era ella quien realizaba. Le causaba

un placer morboso, a la muy diablilla, llamarme enfundada en el

caftán y las babuchas, fumándose una shisha en el barrio turco de Sarajevo,

para hacer su siguiente aparición, en un pis pas, surfeando en

Cape Town vestida de neopreno, sabiendo que yo llevaría días, incluso

semanas, marchitándome entre cuatro paredes.

Humbert, en cambio, siempre invocaba el habeas corpus. Porque

cuando lograba invocar mis exangües redaños y conseguía salir a comprar

el pan entre sudores, me encontraba de sopetón al viejo taumaturgo,

tomando un café en la fleca de enfrente, como si fuera un vecino

más, con su pullover y sus gafas con cordel, leyendo el periódico o sentado

en un banco del parque, disfrazado de pordiosero, brillando sus

ojos rapaces y su sonrisa astuta. Pero eso era en contadas ocasiones, lo

frecuente, eran las llamadas de Ariadna.

–Saturno os está jodiendo vivos –continuó al cabo de unos días,

mientras le hacían un masaje en algún lugar de Bangkok.

Eso le había dicho el viejo, me aseguraba, aunque a ella se la traía

al pairo. Lo suyo era la danza y el éxtasis, el juego y el azar. Y los buenos

restaurantes. Las analogías las dejaba para los poetas atrapados en

una ciudad mustia y azul.

“No sé si recuerdas, querido, a tu complaciente generación, la Generación

X, de la que tu eres un flamante ejemplo. ¡Qué fácil era el

mundo entonces! ¡Cuánto cachondeo! Sin novedad en el frente occidental.

Todo estable, economía creciente, mundo globalizándose, seguridad

social, créditos, fascismo olvidado, comunismo, también. Existió

el SIDA que afectó un poco a tus hermanos mayores, pero muy de rasqui.

Era imposible creer que ningún acontecimiento bizarro podía alterar

aquel viejo orden. Una generación tan previsible y relamida que su

principal adalid, Kurt Cobain, se permitía el lujo de cantar a la depre­

El miedo 43 Excodra XLIII

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