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ble, frágil. No actúa exclusivamente evitando ser dañado, sino que observa
y previene no dañar a otros, no dañar el medioambiente del que
forma parte. Ahí la intuición, las percepciones, posibilitan evitar algunos
errores, así como aprender de los que se cometen, para no repetirlos.
El miedo es un radar que cuida un ecosistema, en el que convivo
junto a una gran variedad de seres.
Durante años hemos vivido sin mirar y palpar más que la superficie
de la realidad. O su representación edulcorada. Un exceso de realidad
en una mente egocéntrica produce un cortocircuito, un desorden grande,
y un miedo ante lo que realmente es. Un miedo que ve amenazas,
que paraliza, que le proyecta una sensación de absurdo sobre lo que
desconocía y ahora le abruma. Ese miedo llevará a rechazar la realidad
intensificada o a tratar de reforzar la coraza desde la que esa persona
se siente única y no responsable de lo dañado. Quizás tranquilice su
conciencia dar limosna, pero sin perder privilegios, que es lo que en
verdad le aterra. Para la mente conectada, empática, sensible, cordial,
una apertura a la realidad le produce también una conmoción, pero al
no ser ella el centro, sino una parte más del conjunto, la vulnerabilidad,
el daño, lo escondido vergonzante se convierte en apremio, en oportunidad,
en “simpatía” que dinamiza su quizás relajada existencia. Lo activa.
Sabe que la reacción ante un problema global es sumarse a la reparación,
ser parte de lo reparado, reparando así los contornos de su
existencia, y por ende, del ecosistema en el que vive. Hay que tener en
cuenta que el miedo pierde su fuerza destructiva cuando la persona
vive desde la pasión por el aprendizaje y se desliga de la pasión criminal
por poseer, desapareciendo la exigencia, el deseo de resultados a
toda costa.
IV
El miedo es, pues, una herramienta. En manos de una persona aislada,
un arma, un escudo.
Pero en manos de una persona consciente de la unidad a la que pertenecen
tanto las otras personas, como ella misma, el miedo es una ha
El miedo 23 Excodra XLIII