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buido Ariadna estuve toda la tarde leyendo frases de La Fenomenología
del Espíritu con el móvil, tratando de encontrar consuelo en el mundo
escrito, como acostumbraba a hacer, sin hallar otra cosa que conceptos
y más conceptos y un agudo dolor lumbar hacia medianoche. Esa fe en
lo intelectual provocaba la absoluta hilaridad en Humbert, que se descojonaba
vivo cuando yo tomaba notas de nuestros encuentros, cosa
que me hacía sentir, por cierto, como un memo.
Pero el consuelo, por raro que parezca, lo encontraba yo en las llamadas
de Ariadna, todo un salvavidas en el naufragio de mi ostracismo
y particular confinamiento. Así que cuando no llamó durante unos días
me lo tomé como un descanso, al cabo de unas semanas noté cierto
desconsuelo y cuando la ausencia iba para el mes, me sentía definitivamente
inquieto. ¿En qué andaría metida? ¿Estarían preparando su próximo
golpe? O peor, ¿quizás se habría hartado de mí y mi pusilánime
zozobra?
Es por todo ello que cuando el teléfono sonó alrededor de un mes y
medio más tarde pegué un bote en el sofá y contesté con la mejor de
las sonrisas. Quería demostrarle que era un buen compañero de charla
y darle motivos para que nuestro particular juego continuara, al menos,
mientras durara mi aislamiento particular.
Pero no era ella. Era Humbert. Escuchar la voz del calvo agorero,
me pegó tal bajón que estuve unos segundos eternos sin decir nada.
Pero lo que vino después fue peor. Me explicó que Ariadna no se encontraba
bien. Y especificó que lo había pillado. Estaba en un hospital
en Roma y el pronóstico no era bueno.
Me quedé destrozado. Si alguien tenía que sucumbir a cualquier
tipo de mal ese era yo. Ni se me había pasado por la cabeza que Ariadna
pudiera sufrir el más mínimo percance. Ariadna no podía morir, ella
sería siempre joven, al contrario que yo. Siempre bailaría, siempre trotaría
por medio mundo metiéndose en todo tipo de fregados de los que
salía airosa. No, ella no era una víctima.
Humbert continuó: en la habitación del hospital (improvisada, en
realidad un antiguo almacén de productos de limpieza) Ariadna había
dicho mi nombre. Me quería ver, ni que fuera una última vez. Vislum
Excodra XLIII 46 El miedo