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Excodra XLIII: El miedo

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–No pasa nada –le dijo, como si nunca antes hubiera hablado. El

niño debió sentir la carga de aquellas palabras porque de inmediato relajó

su defensa y se rindió.

Piel de la palma de la mano contra la de la frente. Ojos emocionados.

La caricia más tierna que se pueda regalar. Una sonrisa que se graba

entre los labios y se agiganta hasta disfrazarse de risa. Todo está

bien, no pasa nada. Él la mira con extrañeza. Esquiva el brazo alargado

cuya mano todavía descansa en su cabeza buscando ruta directa hacia

los ojos que lo contemplan. Ella insiste en sonreír, en calmarle, en sostener

la caricia.

–¿Cogemos la tablet y llamamos a los abuelos? –dice al fin, con las

palabras entrecortadas, sin dejar de mirarlo, luchando con la misma intensidad

para prolongar tan suave, dulce e inocente tacto.

Por un momento se evade y con los ojos fijos en él piensa en lo mucho

que costó traerlo al mundo y, formando parte del mismo pensamiento,

en lo feliz que ha sido ese mundo desde que nació. También

piensa en que podrían haber sido el doble de felices si se les hubiera

permitido aumentar la familia. Y, de inmediato, con la incomparable

contundencia del sopapo que se da uno mismo, se convence diciéndose

que siempre hay personas que lo están pasando peor.

Es el pequeño el que rompe la ensoñación al separarse y echar a correr

hacia el salón. Cuando la madre quiere reaccionar lo ve a punto de

tirarse encima del sofá, ya con la tablet en la mano, activándola. Controla

la respiración, se recarga, serenidad. Tarda poco en anticiparse a

lo que pronto oirá, pues viene a ser lo mismo de cada racha que ha tocado

pasar entre las cuatro paredes del hogar.

Cómo quieres que no lloremos. De ésta no salimos. Quieren que nos

muramos solos.

Aprovecha el rebufo de un nuevo pero muy diferente suspiro para

girarse. El ascensor, unos pasos, llaves que tintinean.

–Ya llega papá –le dice la mujer al pequeño. Pero la atracción del

brillo de la pantalla no tiene rival.

Excodra XLIII 40 El miedo

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