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Anales galdosianos [Publicaciones periódicas]. Año XII, 1977<br />

Don Benito relata los preparativos del crimen, creando cierto suspenso novelesco. El domingo de<br />

Ramos el sacerdote, que vive en una casa humildísima en compañía de una «sobrina o ama de<br />

gobierno», Tránsito Durdal, sale temprano. Después de desayunar en un café se pasea por el pórtico<br />

de la catedral, nervioso, excitado, aguardando a su víctima. Presenta luego, el escenario de la tragedia:<br />

la catedral hormigueante de gente por ser la primera vez que se celebra allí la fiesta de las palmas.<br />

Va graduando la tensión por la acumulación de pequeños detalles: la hora exacta de la llegada del<br />

obispo, la expectación de la gente ansiosa por besar el anillo de su Ilustrísima. Repentinamente, un<br />

sacerdote irrumpe entre la multitud y, ante el estupor general, hiere mortalmente al obispo. El grito del<br />

asesino, «Estoy vengado», desata la furia de los presentes que se arrojan sobre él, debiendo intervenir<br />

la policía para librarlo de una segura muerte.<br />

La primera impresión que el novelista tiene de Galeote es la de un criminal frío y calculador,<br />

convencido del carácter justiciero de su acto: «insistió en la justicia de su causa y en que sus móviles no<br />

debían ser juzgados con ligereza». Lo pinta como un hombre de «soberbia extraordinaria», de «temple<br />

moral completamente depravado y natural quisquilloso y levantisco y rebelde a toda disciplina».<br />

Concluye luego, en contra de lo manifestado por los periódicos que tachaban a Galeote de masón:<br />

«no, es un fanático ni ha obedecido a una idea extraviada, sino al impulso de su soberbia y de sus<br />

rencores personales».<br />

Don Benito ve en el crimen «un resultado de la relajación a que ha llegado, por desgracia, una parte<br />

del clero».<br />

Más tarde, después de la conversación con el sacerdote y con Tránsito Durdal, su opinión sobre el<br />

asesino cambia sensiblemente. No lo ve ya como un criminal empedernido, sino como un infeliz, digno<br />

de compasión. La impresión del encuentro con el sacerdote es muy penosa para el novelista que, al<br />

contemplar sus gestos y actitudes, comienza a sospechar de la normalidad del personaje. La excitación<br />

en que se encontraba «daba a su rostro contracciones muy extrañas y su tartamudez era extremada».<br />

«A veces, su torpeza de expresión parecía marrullería, a veces perturbación física y moral». Se refiere<br />

luego a su actitud: «Se manifestó como perseguido y vejado y arrastrado a la vindicación de su honor<br />

por la fuerza incontrastable de las circunstancias».<br />

<strong>Galdós</strong> hace hincapié en la falta de vocación de este sacerdote a quien no agrada el confesionario y<br />

que había tomado los hábitos sólo por complacer a su padre.<br />

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