JUAN ARANZADI - Prisa Revistas
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(las mías, las tuyas, las de los lastimados<br />
por los crímenes terribles,<br />
lector) de cara al asesino<br />
aberrante son irrelevantes a la<br />
hora de justificar la pena de<br />
muerte. Podrías declararme que<br />
lo estrangularías con saña, podría<br />
yo reconocer que le quitaría<br />
la vida atroz y lentamente, y más<br />
tarde, voz a voz, sería plausible<br />
entretejer, con esfuerzo sobrehumano,<br />
una sucesión, cercana<br />
a los límites de la infinitud,<br />
con las solicitudes particulares<br />
más salvajes peticionando<br />
el ajusticiamiento de los delincuentes<br />
hasta alcanzar una cantidad<br />
de demandas equivalente<br />
al total del padrón electoral;<br />
ninguna de esas contestaciones<br />
por sí aisladamente ni todas ellas<br />
sumadas agregarían una milésima<br />
de razón a la legitimación<br />
de la condena capital: el verdugo<br />
–al que se ve exteriormente<br />
como un sujeto y es, en realidad,<br />
un cuerpo poseído por el<br />
Estado– no está presente en las<br />
penitenciarías llenando su lúgubre<br />
tarea, como dije más arriba,<br />
ni siquiera como el Otro, sino<br />
como Otra Cosa al momento<br />
de detener los latidos del corazón<br />
en nombre de la ley.<br />
La pregunta está, pues, mal<br />
formulada; o mejor: mal dirigida.<br />
La pregunta no encierra una<br />
cavilación acerca del doctor<br />
Frankenstein y la incertidumbre<br />
que nos acomete cuando inquirimos<br />
si éste debe, puede o quiere<br />
matar (y no menos erróneo<br />
es sugerir que él es el indicado<br />
para elucidarla soberanamente<br />
con el propósito de traernos la<br />
calma). El cuestionario, muy<br />
por el contrario, se da de bruces<br />
–inútilmente– con ese cráneo,<br />
repleto de cicatrices y tornillos<br />
pintados por el cómic e inserto<br />
al tope del desdichado rompecabezas<br />
anatómico que aquel<br />
aventurero de la ciencia armó.<br />
Las licencias literarias nos conceden<br />
margen para suponer, en<br />
ese contexto, que el científico<br />
patrocinado por la gótica Mary<br />
Shelley podía discurrir en nombre<br />
propio –como cualquier hijo<br />
de vecino– sin ataduras sobre<br />
el asunto, pero cabrían reparos<br />
atendibles respecto de liberali-<br />
Nº 105 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA<br />
dades del mismo tenor otorgadas<br />
a la criatura de sus ingenios;<br />
ella no era ciertamente un<br />
miembro original y sui iuris del<br />
género humano y, las peripecias<br />
de la imaginería popular lo acreditan,<br />
no estamos convencidos<br />
definitivamente de que hubiera<br />
que otorgarle carta de ciudadanía<br />
en el planeta (pende sobre<br />
mí, lo estoy divisando, una invectiva<br />
por discriminación de<br />
monstruos o una querella promovida<br />
por una eventual y no<br />
difícil de concebir American<br />
Freaks Association). Y yendo<br />
con este juego más allá todavía:<br />
¿podía el doctor, autoinvistiéndose<br />
de su curatela, responder<br />
por la Cosa, y volverse contra<br />
las reglas de su arte desdeñando,<br />
no tal vez una determinada preceptiva<br />
ética, pero sí un cierto<br />
método en el que había sido<br />
educado y las finalidades para<br />
las que había sido pergeñado ese<br />
método? Claro que podía, porque<br />
en el terreno de las decisiones<br />
nada está concluido. Ahora,<br />
de allí a admitir, por ejemplo,<br />
que le estuviera permitido proporcionarle,<br />
si lo hubiera deseado,<br />
un hacha al muchacho acunado<br />
a golpes de electricidad en<br />
su laboratorio y a continuación<br />
impulsarlo a que entrara a saco<br />
en la aldea más cercana para exterminar<br />
a su prójimo (al del<br />
doctor, digo), hay un trecho<br />
considerablemente largo.<br />
Posdata<br />
Me he mirado azorado a mí<br />
mismo al contemplar ese inmenso<br />
y probablemente bastante<br />
exitoso ensayo de democracia<br />
que es Estados Unidos. Me he<br />
mirado extrañado –y he visto a<br />
los que me rodean también–<br />
con los ojos desmesuradamente<br />
abiertos ante un espectáculo<br />
grotesco y nauseabundo actuado<br />
en el país que presume de ser el<br />
más adelantado de la comunidad<br />
internacional y llevar la antorcha<br />
de la civilización. Más<br />
aún: las muestras televisivas más<br />
horripilantes de una organización<br />
social vejando sus propios<br />
principios y enloqueciendo a sus<br />
ciudadanos con mensajes furibundos<br />
de amor, que se niegan a<br />
través del teatro de los medios<br />
encargados de reproducir hasta<br />
el hartazgo la labor de los ejecutores<br />
de la pena de muerte, no<br />
me llegaron (lo relato con consternación)<br />
desde la precaria<br />
tranquilidad de la ficción, sino<br />
del cine documental. He mirado<br />
(al modo de una parodia aborrecible<br />
de las peripecias del<br />
Borges cegado por la infinita<br />
cantidad de imágenes de El<br />
Aleph), con la sensación espeluznante<br />
del que observa casi la<br />
traición de los constructores<br />
de la historia, cómo un grupo de<br />
personas festejaba en EE UU,<br />
en las afueras de una prisión, el<br />
exterminio autorizado de otra<br />
persona, y me he asido a un<br />
consuelo infantil. He pensado<br />
que, quizá, me haya equivocado,<br />
que todos nos hayamos equivocado,<br />
y que esa muerte no haya<br />
sido infligida por el Estado, porque<br />
no puede ser tal esa estructura<br />
ciclópea, con bellos frisos<br />
de mármol en el frente de sus<br />
tribunales, con sus jueces togados,<br />
y su maquinaria pulida,<br />
aséptica, poderosa y admirablemente<br />
productiva pero bifronte,<br />
mentirosa, maligna y gobernada<br />
por hombres y mujeres que supuestamente<br />
castigan el homicidio<br />
con sus leyes mientras alimentan,<br />
con la indiferencia de<br />
quien nutre a cachorros de una<br />
misma mascota inofensiva y estúpida,<br />
al pueblo todo con el<br />
gusto por la muerte del semejante<br />
o a sus adolescentes con<br />
cereales.<br />
He pensado que sobrevendrá<br />
tarde o temprano, en alguna<br />
parte, un Estado auténtico, y<br />
que me gustaría haberme encontrado<br />
con Karla Faye Tucker<br />
durante algunos minutos para<br />
confesarle que no hubiera sabido<br />
decirle si debía o no morir, o<br />
si yo no la hubiera matado si<br />
hubiera herido a quienes quiero,<br />
pero que, a la vez, experimentaba<br />
una certeza inconmovible:<br />
pudo o debió, no lo sé, perecer<br />
por obra de cualquier individuo<br />
de cualquier condición, sexo,<br />
edad, raza, religión o profesión;<br />
es intolerable y ultraja el sentido<br />
común que haya tenido que dejar<br />
este mundo con la coopera-<br />
GUSTAVO SOPPELSA<br />
ción de un agente administrativo<br />
equiparable a un inspector<br />
de escuelas o un recaudador de<br />
impuestos –como aquél de la<br />
Receptoría de Rentas que resurge<br />
en algunas conversaciones queribles<br />
y arcaizantes de mi madre.<br />
n<br />
Gustavo Soppelsa es abogado y periodista.<br />
Profesor titular en la Universidad<br />
de Concepción, de Uruguay.<br />
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