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JUAN ARANZADI - Prisa Revistas

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tacta su moralidad, que esas hipotéticas<br />

poblaciones virtuosas y<br />

en perpetuo estado de participación<br />

que –falsamente– nuestros<br />

autores fijan como condición de<br />

funcionamiento de la deliberación.<br />

Lo segundo acaso sea improbable;<br />

lo primero es llanamente<br />

imposible.<br />

En contra del parecer de Sartori,<br />

sucede que los dos problemas<br />

no son independientes y tienen<br />

mucho que ver con la esencia<br />

de la democracia “representativa”.<br />

Como no se olvidan de enfatizar<br />

sus defensores, a diferencia de las<br />

“otras” democracias, la democracia<br />

“representativa” no necesita de<br />

ninguna disposición cívica ni<br />

tampoco de mayores luces, porque<br />

“puede operar aunque su<br />

electorado sea analfabeto, incompetente<br />

o esté desinformado”<br />

(Sartori, pág. 6) o, con más respeto<br />

y finura, porque “ahorra costes<br />

de información” (Laporta,<br />

pág. 22). Basta con que cada uno<br />

procure por lo sus: los votantes<br />

por sus intereses; los políticos por<br />

asegurarse sus cargos. La democracia<br />

funciona desde la vigilancia<br />

interesada: un poder controla a<br />

otro, los políticos compiten y se<br />

vigilan mutuamente, los ciudadanos<br />

desconfían de la Administración.<br />

La democracia se contempla<br />

como un mercado en el<br />

que los políticos, si quieren acceder<br />

al poder, se ven obligados a<br />

atender los intereses del máximo<br />

número de ciudadanos. Los políticos<br />

están interesados en mantener<br />

su poder y, para ello, instrumentalmente,<br />

han de satisfacer<br />

las demandas de los votantes. Por<br />

su parte, éstos se comportan como<br />

consumidores que eligen entre<br />

distintos productos aquel que<br />

satisface mejor sus demandas. Es,<br />

como señala Laporta, “una división<br />

del trabajo”; aunque cueste<br />

más coincidir con él en que esa<br />

división está “acordada electoralmente”<br />

(pág. 22), entre otras razones<br />

porque disponer de recursos<br />

es una condición necesaria para<br />

participar en la competencia<br />

electoral 9 . El mercado político es<br />

9 Como nos lo recuerdan las interesantes<br />

reflexiones del propio Laporta sobre<br />

Nº 105 n CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA<br />

un mercado con altísimos costos<br />

de entrada, lo que, como a los<br />

otros, a los económicos, los aleja<br />

de las condiciones de eficiencia.<br />

Los dos problemas mencionados<br />

(el de la distancia y el de la<br />

calidad de los representantes) no<br />

son circunstanciales. Al revés,<br />

resultan inevitables en virtud de<br />

que la democracia representativa<br />

funciona del modo descrito, esto<br />

es, con los ciudadanos como<br />

consumidores, los políticos intentando<br />

asegurar su elección y<br />

con desigual información entre<br />

unos y otros (la “división del trabajo”).<br />

En efecto, el ciudadano<br />

no tiene modo de saber si su “representante”<br />

le proporciona información<br />

fiable, no tiene modo<br />

de saber si el político lo hace<br />

bien o no. “No sabe” y por eso<br />

“elige” a un “gestor” que le proporciona<br />

diagnóstico y solución.<br />

Y en esto la comparación de Sartori<br />

con “abogados y médicos”<br />

(o mecánicos) resulta pertinente.<br />

Al contratar los servicios de éstos<br />

no hay modo de conocer lo<br />

que se compra, de detallar un<br />

contrato que especifique lo que<br />

se adquiere. Cuando contratamos<br />

sus servicios, nosotros ignoramos<br />

si sus diagnósticos son<br />

“reales” o no (si no, no les contrataríamos).<br />

Son ellos los que<br />

deciden la naturaleza del producto<br />

y describen cómo lo obtienen.<br />

En esas condiciones, en<br />

el mercado tienen incentivos para<br />

proporcionar información<br />

distorsionada y obtener un benéfico<br />

extraordinario. Del mismo<br />

modo, en un sistema que<br />

funciona bajo la lógica de la maximización<br />

del voto, la ausencia<br />

de información de los votantes<br />

favorece que los políticos actúen<br />

pro domo sua y en contra de los<br />

intereses del votante. El político<br />

honesto no tiene modo de transmitir<br />

a los votantes la “calidad”<br />

de su gestión ni por ende la suya<br />

propia. No ha sido elegido<br />

para realizar una tarea concreta<br />

–no es un mandatario– y, por<br />

ello, no hay un contrato detalla-<br />

la corrupción política: Cfr. F. Laporta,<br />

S. Álvarez (eds.): La corrupción política.<br />

Alianza, Madrid, 1997.<br />

do que precise tareas y plazos de<br />

ejecución. Circunstancia que<br />

aumenta la desconfianza (primer<br />

problema) en un votante<br />

que sabe que el político lo que<br />

busca es que lo elijan y que no<br />

tiene modo de conocer si realiza<br />

una correcta labor.<br />

Por su parte, el político tiene<br />

que escoger entre la virtud y la<br />

reelección, entre asignar su tiempo<br />

a las labores de publicidad,<br />

de captación de medios y poder<br />

asociadas a su permanencia o,<br />

por el contrario, realizar una tarea<br />

honesta pero que no se conoce<br />

ni se puede hacer conocer a<br />

un votante que, por la imprecisión<br />

del contrato, haga lo que<br />

haga el político, desconfiará, y<br />

siempre pensará que cabe hacer<br />

más. Es ahí donde (segundo problema)<br />

encuentra terreno abonado<br />

el mal político descrito por<br />

Burke y que tanto preocupa a<br />

Sartori: “Cuando los líderes optan<br />

por convertirse en postores<br />

de la subasta de la popularidad,<br />

su talento no será de utilidad para<br />

la construcción del Estado”<br />

(pág. 5). No sólo se trata de que<br />

el sistema no separe el trigo de la<br />

paja; es que parece que se queda<br />

con la paja, que las dos cosas, el<br />

mecanismo de funcionamiento<br />

y el resultado que se persigue,<br />

apunten en direcciones opuestas.<br />

Si ya resulta complicado que,<br />

dadas las motivaciones (mantenerse<br />

en el poder) que se le atribuyen,<br />

los políticos sean esa aristocracia<br />

natural atenta al bienestar<br />

ajeno, resulta sencillamente<br />

imposible que, aun si se diera esa<br />

aristocracia, el sistema la detectase<br />

o alentase. No sólo se trata<br />

de que el mecanismo funcione<br />

desde la desconfianza; es que socava<br />

la virtud, es que el mal político<br />

–como el mal producto–<br />

desplazará al honesto 10 . Desde<br />

luego, nada que invite a pensar<br />

que la democracia representativa<br />

“no tiene rival hoy por hoy en<br />

cuanto a eficiencia en materia de<br />

decisión política” (Laporta,<br />

pág. 22), se entienda por eficiencia<br />

lo que se entienda. En<br />

10 F. Ovejero: ‘La política de la desconfianza’,<br />

Agenda, 2, 1999.<br />

ROBERTO GARGARELLA / FÉLIX OVEJERO<br />

todo caso, no estará de más recordar<br />

que las condiciones descritas<br />

(información asimétrica y<br />

motivaciones) son las que caracterizan<br />

en la microeconomía<br />

moderna a los mercados ineficientes.<br />

En suma: los dos problemas<br />

son consecuencia inflexible<br />

del mecanismo de funcionamiento<br />

de la democracia<br />

representativa, en ningún caso<br />

un salpullido estacional.<br />

Pero hay otro problema para<br />

la democracia que funciona como<br />

un mercado. Un problema<br />

que afecta a su fundamentación.<br />

La defensa de la democracia representativa<br />

resulta complicada<br />

cuando se desconfía de los representados.<br />

De ahí el dilema entre<br />

“imponer valores al demos” o<br />

“dejarlo en libertad” al precio de<br />

acabar con los valores democráticos<br />

(Laporta, pág. 23). Para preservar<br />

valores –de igualdad, de<br />

respeto a las minorías– asociados<br />

a la democracia hay que protegerla<br />

del demos, “vulgar y absentista”<br />

(Laporta), acotar el territorio<br />

de lo que puede ser decidido.<br />

Pareciera que el mejor modo de<br />

salvar la democracia es disminuir<br />

la democracia, que el mejor modo<br />

de preservar los valores es alejarlos<br />

de las sociedades que deben<br />

cultivarlos 11 . La alternativa de<br />

11 El dilema se sitúa en los términos de<br />

“imponer valores al demos” o acabar con la<br />

democracia sólo si se asume un demos con<br />

“preferencias dadas”, cuya voluntad hay<br />

que orientar mediante mecanismos que<br />

prefiguren los resultados (se “diga lo que se<br />

diga”). Mecanismos que dejan intactas las<br />

preferencias. Pero esas son “soluciones”<br />

profundamente inestables. Por esa vía, con<br />

los principios alejados de los escenarios de<br />

la democracia, con facilidad los ciudadanos<br />

acaban por desconfiar de los filtros-procedimientos,<br />

de los principios democráticos<br />

que los inspiran. Unos y otros se perciben<br />

como imposiciones. Al fin, los valores que<br />

se pretenden preservar, alejados de sus nutrientes<br />

naturales, de la ciudadanía, acaban<br />

en hipocresía colectiva y, a la mínima,<br />

cuando aparezca algún “personaje dudoso”<br />

(Laporta) dispuesto a alentar las irracionalidades<br />

contenidas, éstas aflorarán y, en catarata,<br />

arrumbarán con los principios y las<br />

reglas, con la democracia. Los fenómenos<br />

Perot o Gil son bastante elocuentes al respecto.<br />

Como ha mostrado la psicología social,<br />

cuando las creencias o los principios<br />

no se han sometido a discusión, se quiebran<br />

a la primera duda (cfr. E. Aronson: El<br />

animal social, Alianza, Madrid, 1994). Basta<br />

que aparezcan unos cuantos “extremis-<br />

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