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La sirena varada: Año 1, Número 4

El cuarto número de La sirena varada: Revista literaria bimestral; correspondiente a los meses de diciembre del 2017 y enero del 2018

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El coche que me acabo de comprar<br />

es de esos que se usan en las películas.<br />

Un coche moderno y elegante,<br />

con tapicería de piel y espejos<br />

que giran. Tiene un gran volante que se<br />

ilumina al ponerse en marcha, y unos<br />

limpiaparabrisas que dan puntapiés a<br />

las primeras gotas del invierno. Como<br />

puede imaginarse, tengo mucho dinero.<br />

Puedo comprar y construir sin acabar<br />

ni siquiera una pequeña parte de<br />

mi dinero. Puedo, incluso, adquirir una<br />

casa en Madrid con vistas al mar. Pero<br />

todo ese dinero no tiene ninguna eficacia<br />

como medicamento porque tengo<br />

una preocupación. Una única preocupación.<br />

Pero una preocupación elefancíaca.<br />

Mi preocupación es que Don Isop<br />

Brasó no salga de su maleta.<br />

Él había vivido siempre en la calle<br />

Sena, en una de esas mansiones cuya<br />

construcción se extendía hasta la desembocadura<br />

de la siguiente calle. Era<br />

un viejo grisáceo, pequeño, feo y con un<br />

montón de granos en la nariz. Su único<br />

encanto eran sus ojos, verdes como una<br />

selva, y con una mirada que parecía una<br />

flecha atravesando las paredes.<br />

A los dieciséis años dejé mi hogar. Y<br />

como Don Isop buscaba una enfermera<br />

y yo no tenía recursos para instalarme<br />

en ninguna parte, me ofreció el trabajo.<br />

<strong>La</strong> propuesta fue bien acogida, pues necesitaba<br />

el dinero, pero yo no era enfermera,<br />

y cuando se lo dije, me contestó:<br />

—No hay nada más fácil que ser mi enfermera.<br />

Sólo tendrás que ponerme las<br />

piernas para que yo me divierta en los<br />

bailes y quitármelas para que yo pueda<br />

dormir y recuperar fuerzas. Después,<br />

las llevarás en brazos y las depositarás<br />

en el armario, dentro de un cajoncito<br />

para que las ratas no se las coman.<br />

Dije que sí.<br />

Cinco días después me despedí de mi<br />

familia y toqué el timbre de la casa de Don<br />

Isop Brasó con mis manos enguantadas.<br />

<strong>La</strong> mansión se alzaba en una esquina<br />

de la calle, y era tan sucia y aterradora<br />

como las que se suelen describir en<br />

los cuentos de terror. Era muy antigua,<br />

con puertas de madera, ventanas rotas<br />

y muchas telarañas. En el jardín había<br />

adornos de todas clases: había columnas<br />

por las que trepaban plantas que<br />

se habían vuelto de color marrón por<br />

la llegada del otoño; había una fuente<br />

de mármol, dragones cazando ángeles<br />

mofletudos y serpientes con los dientes<br />

enganchados en ratas.<br />

Cuando dejé de pulsar el timbre,<br />

sonó una risa. Una risa que me sentó<br />

como un latigazo. Miré a mi alrededor<br />

pero no vi nada. A continuación, dirigí<br />

mi atención a la ventana y vi dos piernas<br />

colgadas del techo que se movían<br />

cuando soplaba el viento.<br />

Asustada, abrí la puerta y entré en<br />

aquella mansión medio podrida. Pero<br />

mi miedo se transformó en alegría<br />

cuando vi que las paredes estaban empapeladas<br />

con dinero. Crucé el pasillo<br />

que separaba el recibidor del salón y<br />

entré en una cocina de precarias instalaciones<br />

que me hizo sospechar que<br />

hacía muchos años que Don Isop Brasó<br />

no cocinaba. No obstante, suspiré con<br />

profunda alegría cuando observé que<br />

no se había interrumpido el empapelado<br />

y que cada pedacito de pared estaba<br />

cubierto con un billete. Poco después<br />

bajé al sótano y tropecé con más<br />

billetes. Aunque todo aquél dinero no<br />

era mío, imaginé que podría coger un<br />

montón y desaparecer dando brincos<br />

por la calle. <strong>La</strong> idea era sensacional<br />

pero me pregunté qué pasaría si descubrían<br />

el robo y me llevaban a la cárcel.<br />

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