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Sucedió varias semanas antes, en una noche de tormenta en la villa de mi padre. No
podía dormir. Llovía y los relámpagos se reflejaban en la ventana de mi dormitorio. Pero
incluso la tormenta no pudo ahogar la conversación desde la planta baja. Mi padre y su
invitado hablaban de mí, por supuesto. Las conversaciones nocturnas de mi padre eran
siempre de mí.
Yo era la comidilla de mi familia en el distrito este de Dalia. ¿Adelina Amouteru?,
todos decían. Oh, ella es una de las que sobrevivieron a la fiebre de hace una década.
Pobrecita. A su padre le costará mucho poder casarla.
Nadie lo decía porque yo no fuera hermosa. No estoy siendo arrogante, solo honesta.
Mi niñera me dijo una vez que cualquier hombre que alguna vez había puestos sus ojos en
mi difunta madre, ahora estaría esperando con curiosidad para ver cómo sus dos hijas
florecían en mujeres. Mi hermana menor, Violetta, solo tenía catorce años y ya era la imagen
en ciernes de la perfección. A diferencia de mí, Violetta había heredado de nuestra madre el
temperamento optimista y el encanto inocente. Ella besaba mis mejillas, reía, giraba y
soñaba. Cuando éramos muy pequeñas, nos sentábamos juntas en el jardín y trenzaba
bígaros en mi cabello. Yo le cantaba. Ella inventaba juegos.
Nos amábamos la una a la otra, en otro tiempo.
Mi padre le traía joyas a Violetta y la veía aplaudir en deleite, mientras él las
encadenaba alrededor de su cuello. Le compraba exquisitos vestidos que llegaban al puerto
de los extremos más lejanos del mundo. Le contaba historias y le daba besos de buenas
noches. Recordándole lo hermosa que era, lo lejos que elevaría el prestigio de nuestra
familia con un buen matrimonio, cómo podía atraer a príncipes y reyes si ella lo deseaba.
Violetta ya contaba con una línea de pretendientes deseosos para pedirle su mano, y mi
padre comunicaba a cada uno de ellos que fuesen pacientes, que no podían casarse con ella
hasta que cumpliera diecisiete años. Qué padre tan cariñoso, era lo que todo el mundo
pensaba.
Por supuesto, Violetta no se escapó de toda la crueldad de mi padre. Deliberadamente
le compraba vestidos que eran rígidos y dolorosos. Le gustaba ver sus pies sangrando por los
duros zapatos enjoyados que la alentaba a que usase.
De todos modos. Él la amaba, a su manera. Es diferente, verás, porque ella era su
inversión.
Yo era otra historia. A diferencia de mi hermana, bendecida con brillante cabello negro
para complementar sus ojos oscuros y piel olivácea, soy defectuosa. Y por defectuosa, me
refiero a esto: Cuando tenía cuatro años, la fiebre de sangre llegó a su punto álgido y todos