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Finalmente alcanzamos una alta colección de puertas dobles. Joyas incrustadas en

madera antigua brillan en la luz baja. Las reconozco como el mismo tipo de gemas que

Raffaele utilizó para probarme.

—Pedí a uno de nuestros Élites que las incrustara —explica—. Solo la elevada energía

del toque de un Élite puede vincularse con gemas. Su energía, en turno, mueve los

interruptores dentro de las puertas para abrirlas. —Asiente—. Presenta tus respetos, mi

Adelinetta. Ahora estamos en el reino de los muertos.

Murmura una breve oración a Moritas, la diosa de la Muerte, para un paso seguro, y

sigo su ejemplo. Cuando terminamos, cierra una mano sobre una de las puertas incrustadas

con gemas.

Las gemas empiezan a brillar. Mientras lo hacen, una elaborada serie de clics suena

dentro, como desbloqueándose desde el interior. Observo con asombro. Una ingeniosa

cerradura. Raffaele me mira, y una chispa de simpatía parece encender sus ojos.

—Sé valiente —murmura. Luego arroja su peso contra las puertas. Se abren.

Una caverna enorme del tamaño de un salón de baile se cierne ante nosotros.

Linternas en las paredes iluminan albercas de agua que se encuentran a lo largo del suelo.

Las paredes están alineadas con arcos de piedra y pilares que lucen como si hubieran sido

talladas hace siglos, la mayoría de pie, algunas colapsadas y desperdigadas en el suelo.

Brillantes reflejos de pálida luz flotan sobre el agua, se enredan y cambian contra la piedra.

Todo aquí toma un aspecto verdoso. Puedo escuchar el goteo del agua viniendo desde algún

lejano lugar. Los frescos iluminados de los dioses decoran las paredes, deslavados por

antiguas entradas de agua a pesar de los mejores esfuerzos de los artistas. Puedo decir

inmediatamente que el arte tiene siglos de edad, el estilo de una era diferente. A lo largo de

las paredes hay nichos llenos de polvosas urnas, guardando las cenizas de generaciones

olvidadas.

Pero lo que realmente capta mi atención es el pequeño semicírculo de personas

esperando aquí abajo por nosotros. Además de Enzo, hay cuatro de ellos. Cada uno se voltea

en nuestra dirección, vistiendo una capa azul oscuro de la Sociedad de la Daga. Sus

expresiones son difíciles de leer, escalofriante en la luz tenue. Trato de estimar sus edades.

Deben tener mi edad, aquellos que sobrevivieron a la fiebre de sangre cuando eran niños,

después de todo. Un Daga es enorme, su capa apenas cubre sus gruesos y musculosos

brazos que parecen que podrían romper a un hombre en pedazos. Junto a él hay una chica

que parece pequeña y delgada, con una mano apoyada en su cadera. Es la única que asiente

como saludo. Una enorme águila dorada posa en su hombro. Sonrío de vuelta

vacilantemente, mi mirada fijada nerviosamente en el águila. Junto a ella, está parado un

chico esbelto, y al final está una robusta chica con largos rizos cobrizos, su piel es demasiado

pálida para ser Kenettran. ¿Una chica de la Tierra de los Cielos, quizás? Cruza sus brazos y

me mira con una ligera inclinación de cabeza y sus ojos lucen fríos y curiosos. Mi sonrisa se

desvanece.

En frente y al centro de ellos está Enzo, su cabello del color de la sangre, sus manos

dobladas detrás de su espalda, y su mirada fija firmemente en mí. Se ha ido la pista de

travesura en él que vi la primera vez que hablamos en mi habitación. Hoy, su expresión es

dura y despiadada, el joven príncipe reemplazado por un asesino a sangre fría. La

iluminación extraña de la caverna arroja una sombra sobre sus ojos.

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