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Me bajé de la silla de montar, pasé mis manos a lo largo de su cuello en un intento de

calmarlo, e intenté jalarlo hacia adelante.

Entonces lo escuché. El sonido de patas galopando detrás de mí.

Me congelé. Al inicio parecía distante, casi enteramente silenciado por la tormenta,

pero luego, un instante después, se volvió ensordecedor. Temblé donde estaba de pie. Padre.

Sabía que estaba viniendo; tenía que ser él. Mi mano dejó de acariciar el cuello del semental

y en su lugar agarré su melena empapada para salvarme la vida. ¿Violetta le había dicho a

mi padre después de todo? Tal vez él había escuchado el sonido de los cubiertos cayendo del

techo.

Y antes de que pudiera pensar algo más, lo vi, una vista que envió terror a través de mi

sangre, mi padre, sus ojos destellando, materializándose a través de la niebla de una

húmeda medianoche. En todos mis años, jamás lo vi con tanta rabia en su semblante.

Me apuré para montarme de vuelta en mi semental, pero no fui lo suficientemente

rápida. Un momento el caballo de mi padre se dirigía hacia nosotros, y el siguiente, él estaba

aquí, sus botas salpicando en un charco y su abrigo dando azotes detrás de él. Su mano se

cerró alrededor de mi brazo como un grillete de hierro.

—¿Qué estás haciendo, Adelina? —preguntó, su voz inquietantemente calmada.

Traté en vano escapar de su agarre, pero su mano solo se apretó más fuertemente hasta

que jadeé por el dolor. Mi padre haló duro, me tropecé, perdí mi equilibrio y caí contra él.

Lodo salpicó mi rostro. Todo lo que podía escuchar era el rugido de la lluvia, la oscuridad de

su voz.

—Levántate, pequeña ladrona ingrata —siseó en mi oreja, tirando de mí violentamente

hacia arriba. Entonces su voz se volvió calmante—. Vamos, mi amor. Estás volviéndote un

desastre. Déjame llevarte a casa.

Lo fulminé con la mirada y zafé mi brazo con toda mi fuerza. Su agarre se deslizó

debido a lo resbaladizo de la lluvia, mi piel se dobló dolorosamente contra la suya, y por un

instante, fui libre.

Pero entonces sentí su mano cerrada en un puñado de mi cabello. Chillé, mis manos

agarrando el aire vacío.

—Tan malhumorada. ¿Por qué no puedes ser más como tu hermana? —murmuró,

negando y arrastrándome hacia su caballo. Mi brazo golpeó la bolsa que había atado a la

silla de montar de mi caballo, y los cubiertos de plata cayeron como lluvia alrededor de

nosotros con un estruendoso repiqueteo, brillando en la noche—. ¿A dónde planeabas ir?

¿Quién más te querría a ti? Nunca obtendrás una mejor oferta que ésta. ¿Te das cuenta de

cuánta humillación he sufrido, lidiando con los rechazos de matrimonio que vienen en tu

camino? ¿Sabes lo duro que es para mí, disculparme por ti?

Grité. Grité con todo lo que tenía, esperando que mis llantos despertaran a las

personas durmiendo en los edificios de alrededor, que ellos presenciarían la escena

desenvolviéndose. ¿Les importaría? Mi padre apretó su agarre en mi cabello y haló más

duro.

—Ven conmigo a casa ahora —dijo él, deteniéndose por un momento para verme.

Lluvia corría por sus mejillas—. Niña buena. Tu padre sabe lo que es mejor.

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