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Raffaele no habla por un momento. La mayoría de sus clientes son amables con él,
incluso en medio de la pasión. Pero no todos. Los recuerdos de más temprano en la noche
vuelven, recuerdos de manos ásperas en su cuello, lanzándole contra la pared, golpeándole
en el rostro, insultos susurrados con dureza en su oído. Ocurre en ocasiones muy raras, y no
le gusta molestar a Enzo con los detalles. El trabajo de Raffaele es importante para los
Dagas, después de todo, puede que no tenga los mismos poderes que los otros, pero aunque
sus poderes no pueden matar, sí que hipnotizan. Muchos de sus clientes se enamoran tan
fervientemente de él que se convierten en patrocinadores leales de los Dagas. En su cama se
crean alianzas políticas.
Pero aun así. El trabajo viene con sus peligros. Primero debería contárselo a mi
señora; multará privadamente a mi cliente por su abuso y le prohibirá verme. En su lugar,
se encuentra con la mirada de Enzo. Su corazón suave se endurece. Pero no esta vez.
Algunos se merecen una pena mayor que una multa.
—Conde Maurizio Saldana —responde.
Enzo asiente una vez. Su expresión no cambia, pero las rayas escarlatas en sus ojos
arden brillantemente. Presiona un dedo enguantado contra el pecho de Raffaele. Su voz
emite una orden silenciosa.
—La próxima vez, no me ocultes secretos.
A la mañana siguiente, los Inquisidores encuentran el cuerpo desmembrado del conde
Maurizio Saldana clavado en su puerta principal, con la boca suspendida en un grito, su
cuerpo quemado más allá del reconocimiento.