Lauros y palmas, de Amadeo Burdeos, sdb - Hispania Martyr

LOS INTRUSOS
Al día siguiente, 21, empezaron a volver los que se habían retirado al monte,
pues al refugiarse en la Ermita de los Ángeles, se encontraron con que muchos
otros habían tenido la misma ocurrencia, por lo que se congregaron en aquel
reducido e incómodo asilo una multitud heterogénea de seminaristas, falangistas,
requetés, sacerdotes y otros muchos que se creían en peligro. Aunque
el lunes transcurrió sin novedad, el martes, después qr e nuestros clérigos abandonaron
aquel refugio, fue incendiado por un tropel de forajidos que subieron
ex profeso desde Gerona, provistos de varios bidones de gasolina.
En medio de la tristeza y sobresalto del momento, la vuelta al hogar de
aquellos «hijos pródigos», que referían y exageraban graciosamente sus aventuras,
dio tema para distracción y alivio de todos los Salesianos.
En este día empezaron a introducirse de rondón por la casa, sin pedir
permiso, como verdaderos dueños, algunos individuos que, ya solos, o bien en
grupitos, se paseaban, curioseaban y se marchaban sin decir nada.
El miércoles, apenas despuntó el día, alguien observó que en la portería
del colegio se había fijado un cartel que decía: «Incautat per la Generalitat».
Al manifestárselo al Director, éste se mostró contento, pues creía que con
aquella salvaguardia el colegio se vería libre de intromisiones y peligros. Lo
malo era que, junto con el cartel, habían puesto guardias a la puerta del colegio,
que no dejaban entrar ni salir a nadie. Habiendo intentado el Catequista salir
por la puerta de la vaquería, fue detenido, y gracias a la oportuna intervención
del Director se le permitió volver a entrar en el colegio.
EL PRIMER REGISTRO
A media mañana llegó un grupo de obreros, capitaneados por un albañil
llamado Llaverní. Éste dio orden de que nadie saliera del colegio so pena de
la vida y que al punto se reuniesen todos los Salesianos en el pórtico. Así se
hizo. Se fue avisando a los que. atemorizados, se habían escondido. Una gran
ansiedad se reflejaba en el rostro de todos. ¿Qué iban a hacer con ellos?
¿Habría llegado su última hora? ¿Se contentarían con destruir el colegio?
Pronto salieron de dudas.
Llaverní fue preguntando a cada uno su ocupación y oficio, y repitiendo la
orden de que nadie saliese de casa bajo ningún pretexto, si no quería ser fusilado
en el acto, se dirigió, al frente de una patrulla, y guiado por el Director,
el Prefcto y un clérigo, a recorrer las diversas dependencias de la casa, con
el pretexto de buscar las armas que, según decía, se hallaban escondidas.
Como no encontraron absolutamente nada, desistieron de la búsqueda, cansados
y desilusionados; y, a petición del Director, redactaron un certificado
en que hacían constar cómo después de diligentes investigaciones, en el colegio
no habían hallado armas de ninguna clase.
Con esto se fueron, dejando en paz a la comunidad.
119