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ayudado. Nos han ayudado aunque no nos conocían, y sin más razón que porque sabían cómo hacerlo. Me<br />

pregunto si yo habría hecho lo mismo, de haber estado en su situación. No estoy segura.<br />

Álex lo habría hecho, creo. Y luego se me ocurre que Julián también lo haría.<br />

—¡Espera! —le dice Julián a la mujer—. Nosotros, no sabemos cómo te llamas.<br />

Una expresión de sorpresa atraviesa su cara. Luego sonríe otra vez, con sus pequeños labios de<br />

sacacorchos.<br />

—Me bautizaron aquí —dice—. Me llaman Coin.<br />

Julián arruga la frente, pero yo lo pillo al momento. Es un nombre de inválido: descriptivo, fácil de<br />

recordar, gracioso, con un poco de mala idea. Coin, moneda, por lo de las dos caras.<br />

Coin tenía razón. Es difícil medir el paso del tiempo en los túneles, incluso más que en la celda. Al<br />

menos allí teníamos la luz eléctrica para orientarnos: encendida durante el día, apagada durante la noche.<br />

Aquí cada minuto se convierte en una hora.<br />

Julián y yo nos comemos tres barritas de cereales cada uno y parte de la cecina que robamos del alijo<br />

de los carroñeros. Es como una fiesta, e incluso antes de terminar me empiezan los calambres en el<br />

estómago. Aún así, después de comer y de beberme una jarra entera de agua, me siento mejor que en los<br />

últimos días. Dormimos un poco, tumbados tan cerca que noto que el aliento de Julián me mueve el pelo.<br />

Nuestras piernas casi se rozan, y los dos nos despertamos a la vez.<br />

Coin está ahí otra vez. Ha rellenado la jarra de agua. Julián suelta un grito ahogado mientras trata de<br />

despejarse. Luego se incorpora rápidamente, avergonzado. Se pasa las manos por el pelo y se lo deja de<br />

puntas en todas las direcciones de manera caótica. Me entran unas ganas enormes de colocárselo.<br />

—¿Puedes andar? —me pregunta Coin. Yo asiento—. En ese caso, haré que alguien os lleve a la<br />

superficie.<br />

Una vez más, pronuncia superficie como si fuera un taco o una maldición.<br />

—Gracias —las palabras resultan mínimas e insuficientes—. No tenías por qué. Quiero decir,<br />

muchísimas gracias. De no haber sido por ti y. por tus amigos. seguramente estaríamos muertos.<br />

Casi digo «tu gente», pero en el último momento me corrijo. Me acuerdo de cómo me enfadé con<br />

Julián por decirme eso mismo.<br />

Se me queda mirando un momento sin sonreír y me pregunto si la he ofendido de alguna manera.<br />

—Como he dicho, vosotros no tenéis por qué quedaros aquí abajo —alza la voz hasta alcanzar un<br />

tono agudo—. Hay un lugar para cada cosa y para cada persona, ¿sabéis? Ese es el error que cometen<br />

arriba. Creen que solo cierta gente tiene un sitio, que solo tienen cabida determinados tipos de personas.<br />

Es resto sobra. Pero incluso las sobras han de tener su lugar. Si no, se coagularán y atascarán los<br />

conductos, se pudrirán y supurarán.<br />

La recorre un estremecimiento y agarra de forma convulsa los pliegues de su sucio vestido.<br />

—Voy a buscar a alguien que os lleve —dice bruscamente, como si le diera vergüenza el estallido<br />

anterior, y se aleja de nosotros.<br />

El que viene hacia nosotros es el hombre rata. Verle me recuerda el vértigo y la náusea, aunque ahora<br />

está solo. Las ratas han vuelto a sus agujeros y escondrijos.<br />

—Coin me ha dicho que queríais subir —es la frase más larga que le he oído hasta ahora. Julián y yo<br />

ya estamos de pie. Él ha cogido la mochila y, aunque le he dicho que puedo mantenerme en pie yo sola,<br />

insiste en cogerme el brazo. “Por si acaso”, dice, y yo pienso en lo distinto que es del chico que vi en el

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