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de vuelta en casa. Cambiaba los ruidos por otras cosas, ¿entiendes? Por ejemplo, el ruido de los<br />

monitores de actividad cardiaca era justo como el bip, bip, bip de la cafetera eléctrica. Cuando oía<br />

pisadas fingía que eran mis padres, aunque nunca eran ellos. Ya sabes que los hospitales siempre huelen<br />

a lejía con un ligero toque a flores; yo me figuraba que era porque mi madre estaba lavando las sábanas.<br />

Ya se me ha pasado la presión en la garganta y ahora puedo respirar con mayor facilidad. Agradezco<br />

que Julián no haya comentado que el comportamiento de mi madre parece no regulado, que no se haya<br />

mostrado desconfiado no haya hecho demasiadas preguntas.<br />

—Los funerales también huelen así —digo—. A lejía. Y a flores también.<br />

—No me gusta ese olor —musita Julián. Si estuviera menos entrenado y fuera menos cuidadoso, diría<br />

que lo odia. Pero no puede decirlo: eso está demasiado cerca de la pasión, la pasión es muy similar al<br />

amor y el amor es deliria nervosa de amor, la más letal de todas las cosas letales; es la razón de las<br />

capas secretas de las personas, la razón de los espasmos en la garganta.<br />

Julián continúa:<br />

—Y también imaginaba que era un explorador. Pensaba cómo sería viajar a… otros lugares.<br />

Me acuerdo de cuando le encontré después de la reunión de la ASD: sentado a solas en la oscuridad,<br />

contemplando todas aquellas imágenes vertiginosas de montañas y bosques.<br />

—¿Qué tipo de lugares? —pregunto, con el corazón un poco acelerado.<br />

Vacila unos instantes.<br />

—Otros sitios, sin más —dice por fin—. Otras ciudades de los Estados Unidos.<br />

Algo me dice que vuelve a mentir. Me pregunto si en realidad está hablando de la Tierra Salvaje o de<br />

otras partes del mundo: lugares sin alambradas, donde aún existe el amor, aunque se supone que ya<br />

tendría que haber acabado con todos.<br />

Quizá nota que no le creo, porque se apresura a añadir:<br />

—Eran solo cosas de niños. Así me entretenía de noche en los laboratorios, cuando me hacían<br />

pruebas y operaciones y cosas así. Era para no tener miedo.<br />

En el silencio, siento el peso de la tierra sobre nuestras cabezas: capas y capas, densas y sin aire.<br />

Intento luchar contra la abrumadora impresión de que vamos a estar aquí enterrados para siempre.<br />

—¿Ahora tienes miedo? —pregunto.<br />

Tarda una décima de segundo en contestar.<br />

—Tendría más miedo si estuviera solo.<br />

—Yo también —admito, y una vez más siento una oleada de complicidad con él—. ¿Julián?<br />

—¿Sí?<br />

—Dame la mano.<br />

No sé por qué digo eso; quizá porque no le veo. En la oscuridad es más fácil.<br />

—¿Para qué?<br />

—Tú hazlo.<br />

Lo oigo moverse. Se acerca y alarga el brazo en el espacio entre los dos catres. Extiendo la mano y<br />

encuentro la suya grande, fresca y seca. Se sobresalta un poco cuando su piel entra en contacto con la<br />

mía.<br />

—¿Crees que es seguro? —pregunta. Su voz suena ronca.<br />

No sé si se refiere a los deliria o al hecho de que estamos atrapados aquí, pero deja que mis dedos se

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