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este sea el mismo cuerpo que solía correr nueve kilómetros fácilmente en un día, que subía y bajaba la<br />

colina de Munjoy Hill a toda velocidad como si nada.<br />

—¿Cómo?<br />

—Gachas —destapa la olla—. Así las llamamos. Es lo que comemos cuando andamos cortos de<br />

provisiones. Avena, arroz, a veces algo de pan, lo que nos quede de cereales. Lo hervimos cagando<br />

leches y ya está: gachas.<br />

Me sobresalta el taco que sale de su boca.<br />

Sarah coge un plato de plástico para niños pequeños, con fantasmales siluetas de animalitos que aún<br />

se vislumbran en la superficie, y me sirve una enorme ración de gachas. Detrás de mí, en las mesas, la<br />

gente ha regresado a sus conversaciones. La sala se llena con el zumbido bajo de las voces y yo empiezo<br />

a sentirme algo mejor; al menos eso significa que ya no soy el centro de atención.<br />

—La buena noticia —continúa Sarah alegremente— es que anoche Roach trajo un regalito a casa.<br />

—¿Un regalito? —estoy haciendo auténticos esfuerzos por entender su manera de hablar—.<br />

¿Consiguió provisiones?<br />

—Mejor que eso —me dedica una sonrisa y levanta la tapa de la segunda olla. Dentro hay una carne<br />

dorada, chamuscada, crujiente: un olor que casi me hace lloran—. Conejo.<br />

Nunca en mi vida había comido conejo. Jamás me había planteado que ese animal fuera comestible, y<br />

menos para desayunar, pero acepto agradecida el plato y me falta muy poco para devorar la carne ahí<br />

mismo, de pie. La verdad es que preferiría quedarme donde estoy. Cualquier cosa antes que sentarme<br />

entre todos esos extraños.<br />

Sarah debe de notar mi ansiedad.<br />

—Vamos —dice—. Siéntate conmigo.<br />

Me coge del brazo y me lleva hacia la mesa. Esto también me sorprende. En Portland, en las<br />

comunidades, todo el mundo tiene mucho cuidado de no tocarse. Hana y yo pocas veces nos dábamos<br />

abrazos o nos pasábamos el brazo por los hombros, y eso que era mi mejor amiga.<br />

Un retortijón recorre mi cuerpo y me doblo por la mitad. Casi tiro el plato.<br />

—Cuidado —al otro lado de la mesa está el chico rubio, el que antes casi no podía contener la risa.<br />

Arquea las cejas, del mismo rubio pálido que el pelo: resultan prácticamente invisibles. Tiene la marca<br />

del procedimiento bajo el oído izquierdo, al igual que Raven, pero las dos deben de ser falsas. Solo los<br />

incurados viven en la Tierra Salvaje; solo la gente que ha elegido huir de las ciudades enclaustradas o se<br />

ha visto obligada a ello—. ¿Estás bien?<br />

No respondo. No puedo. Una vida entera de temores y de amenazas se apodera de mí, y las palabras<br />

destellan rápidamente en mi mente: ilegal, malo, simpatizante, enfermedad.<br />

Respiro hondo e intento ignorar la sensación de rechazo. Esas son palabras de Portland, palabras<br />

antiguas; ellas, como la antigua Lena, se han quedado al otro lado de la alambrada.<br />

—Está bien —interviene Sarah—. Solo tiene hambre.<br />

—Estoy bien —respondo como un eco quince segundos más tarde. El chico vuelve a sonreírse.<br />

Sarah se sienta en el banco y señala el espacio vacío junto a ella, el que acaba de dejar Squirrel.<br />

Menos mal que estamos al final de la mesa y no tengo que preocuparme por estar apretujada entre dos<br />

personas. Me siento, con la vista fija en el plato. Me doy cuenta de que todos me miran de nuevo. Por lo<br />

menos, la conversación continúa como una reconfortante manta de ruido.

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