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contra el dolor. Le da en la cabeza con fuerza suficiente para derribarla: se tambalea hacia un lado y cae<br />

al suelo. Me pongo en pie de un salto, pero ella se lanza a mis tobillos. Le pego dos buenas patadas en<br />

las costillas.<br />

Los sacerdotes y los científicos llevan razón en una cosa: en nuestro corazón, en el fondo, somos<br />

como animales.<br />

La carroñera gime, se dobla en dos y salto por encima de ella; evito todas las barreras de la policía,<br />

que están tiradas, rotas y destrozadas. Los gritos siguen formando una cresta de sonido en torno a mí: se<br />

han convertido en un aullido tremendo, como una sirena gigantesca, amplificada.<br />

Consigo llegar a la vieja entrada del metro. Por un instante dudo, con la mano en la plancha de<br />

madera. Su textura me reconforta: gastada por el tiempo, caldeada por el sol, representa un poco de<br />

normalidad en medio de toda esta locura.<br />

Otro disparo de rifle. Oigo un cuerpo que cae al suelo a mi espalda. Más gritos.<br />

Me inclino hacia delante y empujo. La puerta se entreabre algunos centímetros y revela una turbia<br />

oscuridad y un olor acre, rancio.<br />

No miro atrás.<br />

Vuelvo a cerrar la puerta de un empujón y me quedo ahí un momento para que se me acostumbren los<br />

ojos a la falta de luz, tratando de captar sonidos de voces o pasos. Nada. El olor es más intenso aquí, es<br />

el olor de la muerte antigua: huesos de animales y putrefacción. Me llevo el puño de la chaqueta a la<br />

nariz y aspiro. Se oye un goteo continuo hacia la izquierda. Por lo demás, todo es silencio.<br />

Ante mi se abren unas escaleras llenas de trozos de periódicos arrugados, vasos de papel aplastados<br />

y colillas, todo apenas iluminado por una lámpara eléctrica como las que teníamos en la Tierra Salvaje.<br />

Alguien debe de haberla dejado ahí antes.<br />

Me muevo hacia las escaleras, totalmente alerta. Puede que los guardaespaldas de Julián me hayan<br />

oído abrir la puerta. Quizá estén esperando para saltar sobre mí. Mentalmente, maldigo los detectores de<br />

metales y los escáneres corporales. Daría cualquier cosa por tener un cuchillo, un destornillador, lo que<br />

fuera.<br />

Entonces me acuerdo de las llaves. Una vez más me quito la mochila. El doblar el codo, el dolor sube<br />

hasta el hombro, y tengo que contener el aliento para no gritar. Menos mal que he caído sobre el brazo<br />

izquierdo; si fuera el derecho, estaría completamente incapacitada.<br />

Moviéndome con dolorosa lentitud para no hacer demasiado ruido, encuentro las llaves en el fondo<br />

de la bolsa y las sujeto entre los dedos como me enseñó Tack. No es que sea una gran arma, pero es<br />

mejor que nada. Luego bajo las escaleras escudriñando la oscuridad, buscando algo que se mueva,<br />

formas repentinas que surjan de pronto.<br />

Nada. Todo está perfectamente tranquilo y silencioso.<br />

Al pie de la escalera hay una lúgubre cabina de cristal que todavía conserva manchas de dedos. Más<br />

allá se alinean doce tornos oxidados en un túnel. Como molinos de viento en miniatura paralizados. Los<br />

salto con cuidado y aterrizo suavemente al otro lado. Desde aquí se abren varios túneles hacia las<br />

sombras, cada uno marcado con letreros diferentes, más letras y números. Julián puede haber ido por<br />

cualquiera de ellos y todos están en tinieblas; la luz de la lámpara no llega tan lejos. Considero la idea de<br />

volver atrás para recogerla, pero eso me delataría.<br />

Una vez más, me detengo y escucho. Al principio no se oye nada. Luego me parece oír un ruido

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