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algodón larga. Me resulta raro ponerme la ropa interior vieja de otra persona, así que me quedo con lo<br />
que llevo puesto. Sarah quiere que me ponga el nuevo modelo; está disfrutando con esto y no hace más<br />
que decirme que me pruebe cosas distintas, comportándose por primera vez como una chica normal.<br />
Cuando le pido que se dé la vuelta para cambiarme de ropa, me mira como si estuviera loca; supongo que<br />
en la Tierra Salvaje no hay mucha intimidad. Pero al final se encoge de hombros y se vuelve hacia la<br />
pared.<br />
Es un gusto quitarme la camiseta larga que he llevado durante varios días. Sé que huelo mal y me<br />
encantaría darme una ducha, pero de momento agradezco tener ropa relativamente limpia. Los pantalones<br />
me van bien, me quedan bajos en las caderas y no arrastran mucho después de darles unas cuantas<br />
vueltas, y la camiseta es suave y cómoda.<br />
—No está mal —sentencia Sarah cuando se vuelve a mirarme—. Ya casi pareces humana.<br />
—Gracias.<br />
—He dicho casi.<br />
Se vuelve a reír.<br />
—Bueno, entonces, casi gracias.<br />
Me cuesta más encontrar zapatos. En la Tierra Salvaje, casi nadie los usa durante el verano, y Sarah<br />
me enseña orgullosa las plantas de sus pies, morenas y encallecidas. Finalmente encontramos un par de<br />
zapatillas de deporte que me quedan un poquito grandes; con calcetines gordos, me irán perfectas.<br />
Al arrodillarme para atarme los cordones, me atraviesa una nueva oleada de dolor. He hecho esto<br />
tantas veces antes en carreras de cross, en los vestuarios, sentada junto a Hana, rodeada de una maraña<br />
de cuerpos, bromeando sobre quién corre mejor de las dos. Y, de alguna manera, siempre lo daba por<br />
hecho.<br />
Por primera vez me viene el pensamiento: «Ojalá no hubiera cruzado». Lo aparto al instante, intento<br />
enterrarlo. Ya está hecho y Álex ha muerto por esto. No tiene sentido mirar atrás. No puedo mirar atrás.<br />
—¿Estás lista para ver el resto del hogar? —pregunta Sarah.<br />
Hasta el simple hecho de desnudarme y volverme a vestir me ha dejado exhausta, pero necesito aire y<br />
espacio desesperadamente.<br />
—Muéstrame el camino —digo.<br />
Volvemos por la cocina y subimos la estrecha escalera de piedra del fondo. Sarah se adentra<br />
corriendo y desaparece de mi vista cuando las escaleras hacen un giro abrupto.<br />
—¡Ya casi estamos! —me grita.<br />
Tras una última curva sinuosa, se acaban las escaleras de repente: salgo a una brillantez<br />
resplandeciente y siento el suelo blando bajo mis pies. Tropiezo, confundida, ciega por un momento. Casi<br />
me parece estar soñando. Me quedo ahí, parpadeando, esforzándome por encontrarle sentido a este<br />
mundo tan extraño.<br />
Sarah está a unos pocos metros, riendo a carcajadas. Alza los brazos, bañados por la luz del sol.<br />
—Bienvenida al hogar —dice, y baila un poco dando saltitos sobre la hierba.<br />
He dormido bajo tierra; me lo podía figurar por la falta de ventanas y la humedad, y ahora las<br />
escaleras nos han conducido hacia la superficie de forma repentina. Donde debería haber una casa, un<br />
edificio, no se ve más que una amplia extensión de hierba cubierta de madera carbonizada y enormes<br />
cascotes.