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siento igual que una garza, con su pico descomunal y sus patas flacuchas, igual que aquellas que se veían<br />

en la ensenada en Portland, totalmente desproporcionadas y torcidas.<br />

Mi cuarto desemboca en un corredor largo y oscuro, también sin ventanas, también de piedra. Oigo<br />

voces de gente que habla y que ríe, ruidos de sillas contra el suelo, alguien que chapotea con agua y<br />

tintineo de cacharros. Sonidos de comida. El pasillo es estrecho y voy palpando el muro con las manos a<br />

medida que avanzo, según voy sintiendo de nuevo las piernas y el cuerpo. A la izquierda hay un vano sin<br />

puerta que da a un cuarto amplio, lleno de productos de limpieza y de materiales médicos: gasas, frascos<br />

y frascos de antibióticos, cientos de cajas de jabón y de vendas. Al otro lado hay cuatro colchones<br />

estrechos colocados directamente sobre el suelo, con un revoltijo de mantas y de ropa encima. Un poco<br />

más allá veo otro cuarto que debe de usarse solo para dormir. Tiene colchones extendidos de lado a lado;<br />

cubren la superficie casi por entero, de forma que el suelo recuerda a un enorme edredón de retales.<br />

Siento una punzada de culpa. Está claro que me han dado la mejor cama y el mejor cuarto. Me sigue<br />

asombrando lo equivocada que estuve durante todos aquellos años en que creía los rumores y las<br />

mentiras que me contaban. Pensaba que los inválidos eran animales; pensaba que me iban a destrozar con<br />

sus garras. Pero esta gente me ha salvado y me ha dejado el sitio más blando para dormir, me ha cuidado<br />

para que me cure y no me ha pedido nada a cambio.<br />

Los animales son los del otro lado de la alambrada: esos monstruos que llevan uniforme. Hablan con<br />

voz dulce y suave, y mienten y sonríen mientras te rebanan el cuello.<br />

El pasillo gira bruscamente a la izquierda y las voces aumentan de volumen. Ahora huelo carne que<br />

se está cocinando y el estómago me gruñe ruidosamente. Paso al lado de otros cuartos. Algunos son<br />

dormitorios, pero hay uno casi vacío, lleno de estanterías. En un rincón hay media docena de latas de<br />

alubias, un paquete a medio usar de harina y, extrañamente, una cafetera cubierta de polvo. Al otro lado<br />

se apilan cubos y latas de café junto a una fregona.<br />

Otro giro a la derecha; el pasillo termina bruscamente y se abre en una sala grande, mucho más<br />

iluminada que las otras. A lo largo de una pared entera se extiende una pileta de piedra similar a la de mi<br />

cuarto. Por encima, sobre una balada larga, descansan media docena de linternas a pilas, que llenan el<br />

espacio con una luz cálida. En el centro hay dos mesas de madera largas y estrechas, llenas de gente.<br />

Cuando entro, la conversación se detiene de repente. Docenas de ojos se alzan en mi dirección y de<br />

pronto me doy cuenta de que no llevo nada más que una amplia camiseta sucia que me llega a la mitad del<br />

muslo.<br />

Hay hombres en la sala, sentados junto a las mujeres. Son personas de todas las edades, todas<br />

incuradas, y esto me resulta tan extraño, tan contrario a como debiera ser, que casi me quedo sin aliento.<br />

Estoy muerta de miedo. Abro la boca para hablar, pero no me salen las palabras. Y sigo sintiendo el peso<br />

del silencio, la ardiente quemadura de todas esas miradas.<br />

Raven acude en mi ayuda.<br />

—Seguramente tendrás hambre —comenta incorporándose, y le hace un gesto a un chico que está<br />

sentado al final de la mesa. Tendrá unos trece o catorce años; está muy delgado, casi esquelético, y tiene<br />

unos cuantos granos en la piel.<br />

—Squirrel —llama con dureza. Otro mote extraño—. ¿Has terminado de comer?<br />

El chico contempla su plato vacío con aire compungido, como si pudiera hacer que se materializara<br />

más comida por arte de magia.

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