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necesidades de los individuos. El sacrifico es la seguridad, y la salud solo puede darse en el todo.<br />

Miembros de la ASD, por favor, den la bienvenida a mi hijo, Julián Fineman.<br />

Clap, clap, clap, aplaude Lena junto al resto de la multitud. Thomas abandona el escenario cuando su<br />

hijo sube. Se cruzan en las escaleras, se saludan con un breve gesto de asentimiento. No se tocan.<br />

Julián ha traído algunos apuntes que coloca en el atril, delante de él. Por un momento, el auditorio se<br />

llena con el sonido amplificado de los papeles que se rozan. Los ojos de Julián recorren la multitud y,<br />

durante un segundo, se posan en mí. Entreabre la boca y mi corazón se detiene. Es como si acabara de<br />

reconocerme. Luego sigue paseando la mirada, y mi corazón vuelve a latir contra mis costillas. Lo único<br />

que pasa es que estoy paranoica.<br />

Julián manipula el micrófono para ajustarlo a su altura. Es incluso más alto que su padre. Es curioso<br />

que tengan un aspecto tan distinto: Thomas es alto, moreno y con aspecto feroz, como un halcón; su hijo<br />

es aún más alto y de hombros anchos, pero rubio, con esos imposibles ojos azules. Solo comparten el<br />

duro ángulo de la mandíbula.<br />

Se pasa una mano por el pelo y me pregunto si estará nervioso, pero cuando empieza a hablar, su voz<br />

tiene un tono firme y lleno de poder.<br />

—Tenía nueve años cuando me dijeron que me estaba muriendo —comienza sin rodeos, y de nuevo<br />

noto esa sensación de expectativa suspendida en el aire. Gotas relucientes, como si todos nos hubiéramos<br />

inclinado hacia delante solo unos centímetros—. Entonces comenzaron los ataques. El primero fue tan<br />

violento que casi me corté la lengua de un mordisco; durante el segundo, me golpeé la cabeza contra la<br />

chimenea. Mis padres se inquietaron.<br />

Algo se desgarra en mi estomago, muy profundamente, bajo todas las capas que he ido añadiendo en<br />

los últimos seis meses. Atraviesa a la falsa Lena, con su coraza y sus tarjetas de identidad y la cicatriz de<br />

tres puntas en el cuello.<br />

Este es el mundo en el que vivimos: un mundo de seguridad, felicidad y orden, un mundo sin amor.<br />

Un mundo en el que los niños se golpean la cabeza en chimeneas de piedra y casi se cortan la lengua<br />

de un mordisco y los padres se inquietan. No están desconsolados, desesperados, frenéticos. Se<br />

inquietan, como cuando suspendes Matemáticas o como cuando se les olvida pagar los impuestos.<br />

—Los médicos me dijeron que tenía un tumor en el cerebro; estaba creciendo, y eso era lo que<br />

causaba los ataques. La operación para extirparlo pondría en peligro mi vida. No estaban seguros de que<br />

pudiera soportarla. Pero si no me operaban, si dejaban que el tumor creciera y se expandiera, entonces ya<br />

no tendría ninguna posibilidad.<br />

Hace una pausa y me parece verle lanzar una breve mirada hacia su padre. Thomas Fineman ha<br />

tomado el asiento que su hijo ha dejado vacío, y está sentado, con las piernas cruzadas y el rostro<br />

impasible.<br />

—Ninguna posibilidad —repite Julián—. Y por eso esa cosa enferma, esa formación, tenía que ser<br />

extirpada. Tenía que ser separada del tejido limpio. De otro modo, no haría más que crecer y conseguiría<br />

que el tejido sano acabara también enfermo.<br />

Revuelve sus papeles y mantiene los ojos fijos en ellos mientras lee en voz alta:<br />

—La primera operación fue un éxito y, por un tiempo, los ataques desaparecieron. Luego, cuando<br />

tenía doce años, volvieron de nuevo. El cáncer estaba de vuelta y esta vez presionaba la base del tronco<br />

encefálico.

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