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pantalones y la camiseta que llevo puestos; toda esa ropa debe de venir de algún sitio, debe de haber sido<br />
rescatada de los restos.<br />
—Espera un momento.<br />
Siento que me falta la respiración, así que nos paramos un rato delante de la antigua escuela para que<br />
descanse. Estamos en un trozo donde da el sol, y agradezco el calor. Los pájaros gorjean y silban por<br />
encima de nosotras como pequeñas sombras veloces sobre el fondo del cielo. Más lejos, distingo sonidos<br />
de risas y gritos alegres: los inválidos que recorren los bosques. El aire está lleno de hojas entre el verde<br />
y el dorado, que revolotean en remolinos.<br />
Una ardilla, sentada sobre las patas traseras, mordisquea rápidamente un fruto seco en el peldaño<br />
superior de lo que debía de ser una de las entradas de la escuela. Ahora las escaleras están demolidas y<br />
se han convertido en tierra blanda, cubierta de flores silvestres. Pienso en todos los pies que las habrán<br />
pisado, que habrán pasado justo por donde está la ardilla. Imagino todas las manos pequeñas que<br />
marcaron las combinaciones numéricas en las taquillas, en todas las voces y en el ajetreo de gente en<br />
movimiento. Pienso en lo que debieron ser los bombardeos: el pánico, los gritos, las carreras, el fuego.<br />
En la escuela siempre nos enseñaron que la campaña de bombardeo, la limpieza, todo aquello, fue<br />
algo rápido. Vimos imágenes de pilotos que saludaban del avión mientras las bombas caían sobre una<br />
lejana alfombra verde, con árboles tan pequeños que parecían de juguete y finas columnas de fuego que<br />
se alzaban como plumas sobre la vegetación. Nada de caos, nada de dolor, nada de ruidos y gritos. Solo<br />
una población entera, la gente que había resistido y se había quedado, que se negó a trasladarse a los<br />
lugares aprobados y vallados, los no creyentes y los contaminados, borrados todos a la vez, con la<br />
rapidez con la que se pulsa un botón, como si todo fuera un sueño.<br />
Pero no pudo haber sido así en realidad. Imposible. Las taquillas seguían llenas, claro. A los chicos<br />
no les dio tiempo a hacer nada más que luchar con uñas y dientes para alcanzar las salidas.<br />
Algunos, pocos, puede que escaparan y consiguieran adaptarse a vivir en la Tierra Salvaje, pero la<br />
mayoría murió. Nuestros profesores nos dijeron la verdad, al menos en eso. Cierro los ojos, siento que<br />
me mareo y casi pierdo el equilibrio.<br />
—¿Te pasa algo? —me pregunta Sarah. Me toca la espalda con su mano fina y firme—. Podemos<br />
volver si quieres.<br />
Abro los ojos. Solo nos hemos alejado unos cien metros de la iglesia. Ante nosotras se extiende casi<br />
toda la calle mayor, y estoy empeñada en verla entera.<br />
Caminamos aún más despacio mientras Sarah me va señalando los lugares vacíos, los cimientos<br />
destrozados donde alguna vez debieron de alzarse los edificios: un restaurante («Era una pizzería; ahí es<br />
donde conseguimos la cocina»), una tienda de delicatessen («Aún se puede ver el letrero, ¿lo ves, medio<br />
enterrado por allí?: SÁNDWICHES A LA CARTA») y una tienda de comestibles.<br />
Esta última parece deprimir a Sarah. Aquí el terreno está calcinado y la hierba parece más reciente<br />
que en los otros sitios, por haber excavado la tierra durante años y años.<br />
—Durante mucho tiempo no hacíamos más que encontrar cosas de comer, todas enterradas por aquí.<br />
Latas de comida, ya sabes, y hasta artículos empaquetados que consiguieron sobrevivir al fuego —<br />
suspira con aire apenado—. Ahora eso ya se ha terminado.<br />
Seguimos caminando. Otro restaurante, con un mostrador enorme de acero, y dos sillas de respaldo<br />
metálico, colocadas una junto a la otra en un cuadrado donde da la luz, una ferretería («Nos ha salvado la