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almacén, ¿vale? Para que no tenga que andar pavoneándose por ahí medio en bolas.<br />

Noto que me vuelvo a poner colorada y, tímidamente, me pongo a tirar del dobladillo de la camiseta<br />

para que me cubra los muslos. Raven me mira y se ríe.<br />

—No te preocupes —dice—, no tienes nada que no hayamos visto antes.<br />

Luego sube los escalones de dos en dos y desaparece.<br />

En casa de Carol normalmente me tocaba lavar los platos, y me acostumbré. Pero fregar los cacharros<br />

en la Tierra Salvaje es harina de otro costal. Primero, está el tema del agua. Sarah me acompaña por el<br />

pasillo hasta una de las habitaciones por las que pasé de camino a la cocina.<br />

—Este es el cuarto de las provisiones —explica, y contempla con el ceño fruncido todos los estantes<br />

vacíos y el paquete de harina casi terminado—. En este momento andamos un poco mal —continúa, como<br />

si no fuera evidente. Siento una punzada de ansiedad por ella, por Blue, por todos los de aquí, que son<br />

solo delgadez y puro hueso.<br />

—Aquí guardamos el agua —continúa—. La cogemos por la mañana. Yo no, porque aún soy<br />

demasiado pequeña. Los chicos, y a veces también Raven.<br />

Se acerca al rincón de los cubos y veo que están llenos. Levanta uno por el asa con las dos manos, y<br />

suelta un gruñido. Es muy grande, casi tanto como ella.<br />

—Con uno más seguramente bastará —dice—. Agarra uno pequeño y ya está.<br />

Sale de la habitación con el cubo a cuestas, caminando como un bebé patoso.<br />

Avergonzada, me doy cuenta de que apenas soy capaz de levantar uno de los cubos más pequeños. El<br />

asa de metal se me clava dolorosamente en las palmas, que siguen cubiertas de ampollas y costras por el<br />

tiempo que pasé sola en la Tierra Salvaje. Antes de llegar al pasillo, tengo que dejarlo en el suelo y<br />

apoyarme en la pared.<br />

—¿Estás bien? —me grita Sarah desde delante.<br />

—Sí, sí —contestó, un poco cortante. No pienso permitir que venga en mi auxilio. Vuelvo a alzar el<br />

cubo, avanzo titubeante unos pasos, lo dejo en el suelo, descanso. Lo levanto, arrastro los pies, suelo,<br />

descanso. Lo levanto, arrastro los pies, suelo, descanso. Cuando llego a la cocina, estoy sin aliento y<br />

empapada. El sudor hace que me piquen los ojos. Por suerte, Sarah no lo nota. Está agachada junto a la<br />

cocina, atizando el fuego con el extremo chamuscado de un palo de madera para que arda más vivamente.<br />

—Por las mañanas hervimos el agua para desinfectarla —me cuenta—. Tenemos que hacerlo o nos<br />

iríamos por la patilla de la mañana a la noche.<br />

Reconozco en su forma de hablar a Raven: este debe ser uno de sus mantras.<br />

—¿De dónde viene el agua? —pregunto, agradecida porque esté de espaldas. Así puedo descansar, al<br />

menos por el momento, en uno de los bancos más cercanos.<br />

—Del río Cocheco —responde—. No está lejos. Un kilómetro y medio, dos como mucho.<br />

Imposible: no puedo imaginarme cargar esos cubos, llenos, durante kilómetro y medio.<br />

—También conseguimos por el río muchas otras cosas —continúa Sarah—. Nuestros amigos de<br />

dentro nos las mandan por ese medio. El Cocheco entra en Rochester y vuelve a salir —se ríe—. Raven<br />

dice que algún día le harán llenar un formulario de «propósito del viaje».<br />

Sarah alimenta la estufa con madera de una pila que hay en el rincón. Luego se pone de pie y hace un<br />

gesto de asentimiento.<br />

—Solo vamos a calentar el agua un poco. Limpia mejor si está caliente.

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