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No estaba preparada para sentir la luz del sol ni el olor de la vida y la vegetación. En torno a<br />

nosotras hay árboles altísimos. Las hojas tienen un tono amarillento, como si estuvieran ardiendo, y el<br />

suelo es un mosaico donde se alternan puntos de luz y de sombra.<br />

Durante un instante, algo antiguo y profundo surge dentro de mí; siento deseos de tirarme al suelo y<br />

llorar de alegría o abrir los brazos y dar vueltas. Después de pasar tanto tiempo en el interior, quiero<br />

beberme todo ese espacio, todo el aire brillante y todo el vacío que se extiende a mí alrededor.<br />

—Esto era una iglesia —explica Sarah. Apunta hacia las piedras rotas y la madera ennegrecida que<br />

tengo a mi espalda—, pero las bombas no afectaron la cripta. Hay un montón de sitios subterráneos en la<br />

Tierra Salvaje que sobrevivieron a los bombardeos, ya verás.<br />

—¿Una iglesia?<br />

Esto me sorprende. En Portland, nuestras iglesias están hechas de acero, cristal y paredes claras de<br />

yeso blanco. Son espacios asépticos, lugares donde se celebra el milagro de la vida y se demuestra la<br />

ciencia de Dios con microscopios y tubos de ensayo.<br />

—Es una de las antiguas —continúa Sarah—. También hay un montón de estas. En el lado oeste de<br />

Rochester queda una entera, aún en pie. Ya te la enseñaré algún día, si quieres —luego alarga el brazo y<br />

me tira de la camiseta—. Venga, vamos. Hay un montón de cosas que ver.<br />

La única vez que había estado en la Tierra Salvaje fue con Álex. Entonces logramos pasar la frontera<br />

a hurtadillas para que él pudiera enseñarme dónde vivía. Aquel asentamiento, como este, estaba situado<br />

en un claro, en un lugar que estuvo habitado anteriormente, una zona de la que los árboles y la maleza no<br />

se habían apoderado todavía. Pero este claro es enorme y está lleno de arcos de piedra medio derruidos<br />

y de paredes que se mantienen en pie a duras penas. A un lado hay unas escaleras de cemento que se<br />

elevan del suelo y desembocan en la nada. En el último peldaño han anidado varios pájaros.<br />

Apenas puedo respirar mientras Sarah y yo nos abrimos paso lentamente por la hierba húmeda, que<br />

casi me llega a las rodillas en algunas zonas. Es un mundo en ruinas, un lugar absurdo, con puertas que no<br />

separan nada, con un camión oxidado, sin ruedas, en mitad de un tramo de hierba de color verde pálido.<br />

Un árbol crece justo en el centro y hay desperdigados por todas partes brillantes trozos de metal<br />

retorcido, fundidos y doblados en formas irreconocibles.<br />

Sarah camina a mi lado dando brincos, excitada por estar al aire libre. Esquiva con facilidad las<br />

piedras y los desechos de metal que ensucian la hierba, mientras que yo tengo que mantener la vista<br />

constantemente en el suelo. Avanzo despacio, y es cansado.<br />

—Aquí había una ciudad —informa Sarah—. Probablemente esto fuera la calle mayor. Por aquí no<br />

queda casi ningún edificio, pero los árboles son jóvenes. Así es cómo sabes dónde estaban las casas. La<br />

madera se quema mucho más fácilmente. Por supuesto —baja la voz hasta que es solo un susurro, con los<br />

ojos muy abiertos—, no fueron las bombas las que causaron más daño, ¿sabes? Fueron los incendios que<br />

vinieron después.<br />

Consigo asentir con la cabeza.<br />

—Esto era una escuela —me señala una enorme de vegetación rastrera con la forma aproximada de<br />

un rectángulo. Los árboles del perímetro están marcados por el fuego: blancos, calcinados y casi sin<br />

hojas. Me recuerdan a fantasmas altos y flacos—. Las taquillas estaban ahí sin más, abiertas. Y en<br />

algunas había ropa y cosas.<br />

Por un momento adopta un aire culpable, y luego caigo en la cuenta: la ropa del almacén, los

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