Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
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- ¡Que alegría! Cuando salgas dile a Miguel, el portero, que suba y me ayude a meter estos<br />
mostrencos de papeles en el coche. Ya sabes lo solícito y servicial que es. Le tengo mucho<br />
aprecio a ese hombre.<br />
- ¡De acuerdo jefe! Ya nos marchamos. ¡Que te sea leve!<br />
Luís volvió a quedarse solo. Pensó en Ana y su reacción al conocer que no podría estar<br />
presente en el trato del terreno. Ana, algo más joven que Luís, mantenía sin ningún esfuerzo una<br />
dulce y serena belleza. Era una mujer independiente, sin embargo, parecía que la presencia de la<br />
pareja era precisa en la consumación del contrato.<br />
Con ademán pausado, Luís fue ordenando todos los papeles que había en la mesa de su<br />
despacho. <strong>Los</strong> colocó en otra circular contigua a la suya. Su mirada estaba ausente y, de vez en<br />
cuando, dejaba escapar un ligero suspiro a la par que acariciaba sus mentones. En ese momento<br />
entró Miguel. Era un hombre hosco para casi todos los miembros de la comunidad de oficinas del<br />
inmueble. Con Luís, a pesar de todo, tenía una especial empatía. Le tenía un sincero afecto. El<br />
carácter abierto y cordial de Luís, hacía que compartieran más de una tertulia amigable en la que<br />
ambos se enriquecían. Luís por la experiencia vital de Miguel; éste porque Luís lo ilustraba en<br />
cuestiones económicas básicas que le resultaban de gran utilidad para sus cuentas domésticas.<br />
Miguel había pasado diez años de su vida en Alemania y Bélgica, trabajando en el sector<br />
del metal. Consiguió unos ahorros y se volvió a España. Tras un corto periodo de inactividad,<br />
consiguió un puesto de trabajo como guarda de unas obras y después, como conserje del<br />
inmueble.<br />
dijo;<br />
Observó un instante a Luís desde la puerta del despacho, que permanecía entreabierta, y<br />
- Me han dicho que suba a ayudarle...<br />
- ¡Ah, si! Haga el favor de ayudarme con estas carpetas hasta el coche<br />
-¡Se le ve preocupado! Aquí tiene demasiada enreda. Se lo dicho muchas veces: ¡Mande a la<br />
mierda tanto papel!<br />
- ¡Eso quisiera! Mañana tengo una reunión en Sevilla. Me joden el fin de semana<br />
-¡Cabrones! Lo que yo digo, siendo su mujer funcionaria, no han de faltas las habichuelas.<br />
Trabaje usted por su cuenta y mande a tomar por culo a estos pesados. Y mientras monta su<br />
propio despacho, cobra el paro, su partidillo de fútbol, su cerveza, su pesca. Eso es lo que se va a<br />
llevar. Para que tanta leche de trabajar para los demás y encima no le agradecen nada.<br />
¡Cabrones!<br />
-Tal vez algún día... Es todo muy complicado.<br />
Luís se montó en el coche y se marchó a su casa. Las calles, llenas de puestos ambulantes<br />
de flores y los bares repletos de estudiantes, le trasladaron a su etapa en la facultad. La ausencia<br />
de problemas de esos años, los paseos con los amigos y compañeros, - a los que casi no veía -,<br />
en contraste con esta etapa de melancolía y superación que atravesaba, hacía que el peor de los<br />
días de antaño, le pareciera un bálsamo con lo que le estaba tocando vivir. No encontraba<br />
explicación a su situación. Objetivamente evaluada, su vida era segura y placentera. Sin embargo,<br />
notaba desde hacía tiempo, una sensación asimilada al miedo que le impedía concentrarse y<br />
relajarse. Un resquemor casi constante en el estómago, parecía que le había robado la paz de la<br />
que siempre había gozado.<br />
Granada estaba preciosa. Eran las horas crepusculares de un viernes de primavera. Todo<br />
invitaba a bajarse del coche y pasear. Sentarse en un banco o dejarse fluir en un velador de<br />
cualquier bar de Plaza Nueva y observar el bullicio de la gente que subía y bajaba de la Alhambra.<br />
Luís, iba demorando su retorno. Circulaba con mucha parsimonia. Del radio casete del<br />
automóvil, no paraba de salir buena música, Led Zeppelín, Deep Purple, Genesis, Chicago...<br />
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