Justo antes de iniciar la ascensión a la tachuela que da la espalda al Valle del Guadalquivir, Luís miró por el retrovisor. Aún el cielo pintaba un mágico color ocre. Todavía se distinguían, en el vetusto campo de fútbol, las figuras de dos jugadores que se movían en medio de aquel inmenso llano. 42
VI El mes de vacaciones de verano de aquel año, transcurrió en medio de la apatía. Luís no terminaba de acostumbrarse a la masificación de la playa y las estrecheces e incomodidades del apartamento alquilado. Siempre que podía, buscaba una excusa para marchar a Granada y supervisar las obras del chalet. Desde Motril, donde veraneaba con Ana y los niños, el viaje a Granada, era corto y llevadero, a pesar de los atascos que se formaban en algunos puntos clave de la subida a la altura de Lanjarón y el desvío de Órgiva. La playa sólo le gustaba por su gran afición a la pesca. De cualquier forma, eran contadas las ocasiones en que podía disfrutar desde una playa o un acantilado lanzando las cañas. <strong>Los</strong> litorales estaban ya prácticamente esquilmados. Muchos aficionados, usaban anzuelos del número quince y hacían sacas de peces minúsculos, agotando los bancos de alevines que se acercaban en verano a la costa. Cuando era niño, pasaba los veranos en una vieja pensión de la calle Rosales de Motril, junto a sus hermanos y su madre. En las siestas, arrancaban una caña de bambú verde de los cañaverales del río y, con un hilo de nylon y un anzuelo, se acercaban a la Cala de la Joya a pescar sargos y herreras. Hubo días que llenó una malla con las voraces herreras. La carnada era una masa de pan con aceite de pescado y tripas de boquerón que le proporcionaba Remedios, la dueña de la pensión. Todo aquello, era solo un distante recuerdo. Incluso la pensión que guardaba el aire romántico de una casa colonial, había sido derribada y construida en su lugar, un bloque de apartamentos. Luís comprendía el beneficio que reportaba el descanso y el yodo del agua, pero no estaba seguro de que aquel fuera el lugar más idóneo para unas vacaciones. En aquel verano probó fortuna en varias ocasiones con la pesca. Marchó a la Cala de la Joya con sus hijos y el resultado fue desalentador. Algún pez, de dudoso tamaño, se abalanzó sobre el anzuelo y si tuvo la desgracia de engancharse, con sumo cuidado lo desempató ante los ojos atentos de David y Ana María, volviéndolo a colocar en el agua. Cuando se fue de veraneo, dejó las obras del chalet bastante avanzadas. Se había terminado el forjado de la vivienda que ya mostraba un esbelto esqueleto con el abuhardillado mirando a La Alhambra. El campo de fútbol estaba terminado. Solo quedaba plantar la grama para que rebrotara el verdor que antaño tuvo esa zona con las avenillas locas y los talles de jaramagos. La última vez que estuvo en la parcela, todo parecía en orden. Estaba satisfecho de no haber alterado negativamente el entorno. En su costado sur, Ana había plantado un bosquecillo de frutales y plátanos orientales para dar sombra. Hasta ese momento, le había dedicado algunas tardes a comprar los pequeños detalles que tanto le agradaban; un pequeño trampolín para la piscina, unas figuras de piedra para el jardín, unas casetas de madera para aves insectívoras y, en general, cuantos pequeños caprichos le permitía su economía. Consiguió sin esfuerzo convencer a Ana para retornar una tarde a Granada y acercarse a un hipermercado con la intención de comprar algunas de esas cosas y, al tiempo, desvincularse momentáneamente de la aglomeración veraniega de Motril. Aquella tarde se sentía bien. Hacía gala de una fiebre consumista que, hace un tiempo, hubiere resultado incomprensible en su forma de entender la vida. <strong>Los</strong> años le habían colocado en su sitio todos sus ideales. En moderadas dosis, nada era pernicioso. 43
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