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Los imperios perdidos Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

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- ¡Cerdos de mierda! Ya me han insinuado que salga.<br />

- Si lo vas a hacer. No vayas a ningún sitio comprometido. Te va el puesto en ello.<br />

- ¿Por qué me cuentas todo esto – Preguntó Luís con recelo.<br />

- Cuando estuve en Granada me llevé una lección. Te portaste muy bien conmigo. Confía en<br />

mí. Además, ahora que veo los toros desde el otro lado, creo que todos lo auditores son unos<br />

cabrones.<br />

- ¡Gracias! Debo colgar.<br />

Luís movió la cabeza e hizo un gesto de desaprobación. Después estuvo un rato pensativo.<br />

Se mordió los nudillos de las manos. Tras un chasquido con los dedos, dijo: “¡Voy a contraatacar.<br />

<strong>Los</strong> pienso volver locos!”<br />

Sacó el tarjetero del primer cajón de la mesa del despacho. Llamó a varias personas que<br />

llevaban tiempo intentando comunicar con él. Concretó citas, fuera de la sucursal, con intervalo<br />

suficiente. Cubrió toda la franja horaria de la mañana y la tarde.<br />

Cargó con su pesada cartera de curpiel y salió del despacho. Excusó su presencia por<br />

compromisos inaplazables. Al propio <strong>Carlos</strong>, le indicó que debía marchar a resolver algunas<br />

cuestiones vitales. <strong>Carlos</strong> buscó con la mirada la complicidad de sus compañeros de auditoría.<br />

Luís, comprendió que Santiago, no le había mentido. Era obvio que uno de los inspectores tenía<br />

indicación de espiarlo y averiguar las causas de las prolongadas ausencias de la oficina.<br />

Tras despedirse del conserje, como siempre, montó en su coche. Al poco rato, por el<br />

retrovisor, vio como un taxi, de forma inequívoca, lo seguía a cierta distancia. En el asiento de<br />

atrás, al genuino estilo peliculero pero de forma torpe y patética, se vislumbraba la figura del<br />

auditor, el más joven, el beato, probablemente cercano a alguna ideología cuasi integrista.<br />

Impecable en su vestimenta y con una presencia pulcra e inmaculada.<br />

Luís se detuvo en la oficina de corredores de comercio. Estuvo por espacio de tres cuartos de<br />

hora departiendo con ellos. Después fue a tomar un café a un bar cercano con uno de los<br />

corredores. Al salir del café, vio a Antonio Abadía, el implacable auditor, que disimulaba mirando<br />

un escaparate de ropa. De vez en cuando, se ocultaba tras las columnas de los soportales de la<br />

calle Ganivet. Luís, observando la escena, pasaba del desprecio a la lástima. Sentía vergüenza<br />

ajena de ver a Abadía haciendo el ridículo de esa forma.<br />

“Cómo es posible que el mamón de Fausta le haga esto a un desgraciado chaval. –Pensó -.<br />

Este capullo se me esconde a ratos como si fuera un niño pequeño jugando el escondite. Tal vez<br />

crea que su trabajo es edificante y digno. Si quieres jugar, ¡jugaremos!”<br />

Subió las escaleras de la notaría. Había varios documentos que esperaban ser firmados.<br />

Desde el despacho del notario, vio a su involuntario guardaespaldas. Disimulaba, echado ahora<br />

en la luna de una tienda de electrodomésticos en la calle Alhóndiga. No paraba de mirar el reloj.<br />

De vez en cuando se le abría la boca. Hacía frío húmedo y, cuando bostezaba, una prolongada<br />

cortina de vaho tapaba su cara.<br />

Terminó sus gestiones en la notaría, pero no se ausentó de ella. Habló un rato con su amigo,<br />

Eduardo Ríos, de la trayectoria del Barca en la temporada. Eso le garantizaba quince minutos<br />

más de espera a Abadía.<br />

Al salir del edificio de los notarios, vio como el auditor se daba la vuelta y miraba con un ojo<br />

los electrodomésticos del escaparate y con el otro, hacia su posición. Luís anduvo con paso<br />

rápido hasta la sucursal bancaria de la calle Recogidas. Tenía concertada cita con el director y<br />

aprovechó para atender la consulta de un cliente que tenía dudas sobre un préstamo de leasing.<br />

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