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Los imperios perdidos Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

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- <strong>Los</strong> moros eran muy duros. Les dabas varios tiros y no caían...<br />

- ¿Quién juega en ese campo –preguntó Luís interrumpiendo al viejo<br />

- Ahora solo los chavales. Antes jugaba el Carpio. –Dijo el viejo encendiendo otro cigarro<br />

- Yo hubiera querido ser futbolista. –Dijo Luís lanzando un comedido suspiro<br />

- Pues yo siempre me he conformado con lo que la vida me ha dado. ¡No me arrepiento de<br />

nada! Cuando tengo sed bebo, cuando tengo hambre como y cuando tengo ganas de ya sabe<br />

usted que, - dijo el viejo dándole un codazo a Luís-, si alguien me quiere acompañar bien, sino,<br />

me vengo al melonar y no necesito a nadie<br />

- Es una suerte llegar a su edad con ganas<br />

- Y si algún día dejo de tenerlas, también da igual<br />

La tarde iba avanzando. El sol caía en el horizonte escoltado por una aura rojiza y violeta que<br />

pintaba el cielo de bellísimos tonos amatistas. Era la compensación de tanto calor. El viejo vio que<br />

Luís perdía su mirada en aquel atardecer y que sus ojos brillaban como un espejo al trasluz. “No<br />

hay atardeceres como estos del verano” dijo el viejo al tiempo que se levantaba de la hamaca.<br />

Luís le dio la mano y se despidió de él. Debía volver a Granada. Al abrir la puerta del coche,<br />

una bocanada de aire ardiendo sacudió su cuerpo. Rápidamente bajó las ventanillas y<br />

permaneció un rato fuera. A sus espaldas, junto a las casas blancas, había una cabina de<br />

teléfono. Habló con Ana. Le explicó que llegaría tarde. En medio del ahogo de los cristales<br />

ardientes de la cabina, seguía con la vista fija en el cielo. Ahora se tintaba de un rojo corindón casi<br />

irreal. En el horizonte, se distinguía una formación de aves en cuña que parecían volar hacia la<br />

eternidad.<br />

Cruzó de nuevo la estrecha carretera para volver al automóvil. A unos pocos metros, en el<br />

viejo campo de fútbol, había dos muchachos jugando. Le sorprendió que, pese a la dureza del<br />

suelo, jugaran con botas de tacos. Las anudaban a la espinilla, como a la vieja usanza. Uno de<br />

ellos, chutaba a portería y el otro respondía con ágiles paradas. Tenían una clase inusual y su<br />

estilo era implacable. En aquel pedregal parecían encontrarse como peces en el agua.<br />

Dominaban incluso los anómalos botes de la pelota.<br />

“Serán del equipo local, -pensó-. Tal vez vengan aquí a entrenar por no estar abierto el campo<br />

municipal. Es increíble la prestancia que tienen, parecen profesionales. ¡Qué pena que nadie se<br />

ocupe de talentos como éstos!”<br />

Pese a la poca luz que quedaba, Luís sentía deseo de continuar viéndolos. Pero sabía que<br />

debía partir hacia su ciudad. Arrancó el coche y lo avanzó unos metros para dar la vuelta en una<br />

zona de explanada muy cerca de donde estaba el viejo. Con la ventanilla bajada, le dijo:<br />

- ¿No decía que solo venían niños aquí a jugar<br />

- Y así es. A este campo, ya apenas viene nadie<br />

- Pues esos dos son figuras. Como le eche el ojo algún intermediario, seguro que acaban en<br />

un equipo de postín.<br />

- ¿A quiénes se refiere Yo no ve a nadie<br />

- ¡Joder!, a esos dos que están ahí en el campo. –Dijo Luís señalando hacia ellos<br />

El viejo puso cara de póquer.”Parece buen chico, -pensó-. Pero creo que este no se ha<br />

perdido. Será un agente de ventas que cobra por horas y ha estado quitado de en medio para<br />

luego justificarse. Y además, ¡que cojollos dice del campo! Ahí no hay nadie ni poyas”. Después,<br />

levanto su mano y se despidió mientras veía el coche alejarse.<br />

Luís se fue apartando del lugar. Estaba, hasta cierto punto, reparado. Temió que sus voces<br />

interiores le abocaran a algo inesperado y dañino. Parecía que todo estaba en orden. En el Carpio<br />

solo había un lejano recuerdo.<br />

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