Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
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como si de un niño santo se tratara. La bruma de la noche se acantonaba en las esquinas y se<br />
entremezclaba con las azuladas siluetas de los soldados demarcando unas indómitas líneas<br />
fumígenas que se proyectaban en las paredes casi derruidas.<br />
Padre e hijo llegaron a un descampado en el que se entraban unas cuantas tiendas de<br />
campaña. Todas tenían en su techo de lona un viso de rocío helado. De una de ellas, salió un<br />
soldado. Era el mismo oficial que dijo conocerlo. Con un pasamontañas verde y la mano puesta<br />
en el mango de una vieja pistola enfundada, se acercó a ellos. Tiritaban de frío. Acarició con<br />
cariño la cara de David y dijo:<br />
- ¿Qué hace otra vez por aquí con su hijo Debería estar en la parcela.<br />
- ¡Ya lo se! – dijo Luís- Realmente no se cómo llegar<br />
- ¿Ve aquel río que discurre entre los álamos... Cruzadlo cuanto antes. Lo vamos a derruir.<br />
Justo detrás, está su terreno<br />
- Le agradezco todo lo que hace por nosotros<br />
- No siempre me encontrará para que le marque el camino. Piénselo.<br />
Con paso rápido, cruzaron el río que serpenteaba entre grandes álamos. David, señalando<br />
con el dedo hacia el sur, gritó; “¡Mira papá, allí está nuestro terreno!” Corrieron campo a través<br />
hasta llegar a una verja que daba acceso a una austera casa abuhardillada. Estaba rodeada de<br />
almendros y, en el lateral derecho, anejo a un huerto, había un pequeño aljibe. Justo en el atrio de<br />
la vivienda, Ana y Ana María estaban sentadas sobre unos cojines de inspiración oriental. Pareció<br />
que no se inmutaban con su presencia. Luís, extenuado, dejó caer su cabeza sobre el regazo de<br />
Ana. Ana María le acariciaba el pelo. Luís dijo:<br />
- Parece que nos esperabais<br />
- No se cómo has tardado tanto en llegar. –Dijo Ana con voz calmada<br />
- ¿Desde cuándo tenemos esta casa<br />
- Desde que vinieron a jugar al fútbol. Dijeron que este era el lugar idóneo<br />
- ¿Quienes vinieron<br />
- Decía que eran tus amigos. Al ver que no estabas, comentaron que volverían otro día<br />
- No se quienes pueden ser. Estoy confuso. Me encontré otra vez con el oficial y me dijo<br />
donde estaba el terreno. Nada me habló de que hubiera una casa y un aljibe con agua.<br />
- Detrás de la casa hay un terreno muy llano. Cuando aparecieron los futbolistas, traían<br />
unas porterías y unas redes, pero no llegaron a montarlas.<br />
- ¡No entiendo nada! – Dijo Luís con tono algo desgarrado<br />
- ¡Tranquilo! ¡Quédate tranquilo…!<br />
Luís despertó, aún de noche, entre los brazos de Ana que no paraba de decirle al oído;<br />
“¡Tranquilo, duérmete otra vez. Es sólo una pesadilla!” Se encontraba sudoroso y cansado.<br />
Parecía como si el subconsciente hubiera querido traspasar las incertidumbres a aquella<br />
habitación silenciosa que se dormía entre sombras, acompasada por la voz cansina de Ana, que<br />
ya entre sueños, insistía “¡Tranquilo, tranquilo...!”<br />
Después de beber un poco de agua. No quería volver a dormir. Quiso ordenar aquel<br />
enigmático sueño que recordaba con tanta perfección. Temía que se le escapasen algunos<br />
pasajes del viaje onírico. Consiguió relajarse e, incluso, tuvo la sensación de que lo soñado<br />
traspasaba el espejo de lo convencional. Parecía que aquello estaba ocurriendo en otro lugar y se<br />
reflejaba en su mente noctívaga, en medio de los reflejos azulados de la noche.<br />
<strong>Los</strong> primeros rayos de sol iban iluminando la habitación. Dejaban una estela sahumada de<br />
polvo en suspensión que venía a morir al suelo del dormitorio. <strong>Los</strong> chamarices ya habían<br />
comenzado su interminable canto de freza en las copas de los olmos y en los cables de la luz.<br />
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