Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
Los imperios perdidos Juan Carlos GarcÃa-Ojeda Lombardo
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Comieron con relativa celeridad, conscientes de que, por la tarde, habría que agilizar la<br />
reunión y que no hubiera problemas con los vuelos a Madrid. Además, todos, deseaban disfrutar<br />
lo que quedaba de fin de semana.<br />
Alejandro abonó la cuenta con cargo a su sucursal. Más de seis mil pesetas por comensal.<br />
Acto seguido, se dirigieron de nuevo al Hotel <strong>Los</strong> Lebreros. Luís se fue loco a los servicios. La<br />
cerveza le había dado muchas ganas de orinar. Pasó por un salón de televisión. Emitían “Que<br />
bello es vivir” de Frank Capra. James Stewart, corría por una calle desconocida con el gesto<br />
desencajado. Hacía tiempo que no la veía. Tal vez, cuatro o cinco años. “Si tuviera tiempo de<br />
volver a verla…, -pensó-. Las alas del ángel, debiera ganarlas cuando transmitiera a los mortales<br />
la certeza de que la vida, al final, es solo un triunfo sobre la muerte”.<br />
Luís entró en la sala cuando la reunión acaba de reiniciarse. Villarrubia, mirando el reloj, cortó<br />
por lo sano y dijo: “Señores, lo más importante se ha dicho ya. El resto de sucursales no deben<br />
desviarse de las directrices marcadas. Ya las analizaremos en la próxima reunión. Esta, la damos<br />
por terminada. Es posible que podamos perder el avión. Luís, te avisaremos para que vayas a<br />
Madrid. <strong>Los</strong> demás, ya sabéis a que ateneros. Gracias a todos, en ni nombre y de mis íntimos<br />
colaboradores”.<br />
“Tanto papel y tanto trajín para esto. –Pensó Luís-. Y yo acojonado de que algún papel no<br />
estuviera en orden y pudiera haber problemas. Ni siquiera los han mirado. ¡Me cago en su puta<br />
madre!”.<br />
Guardó rápidamente todos los documentos en la cartera y se despidió de los compañeros.<br />
Alejandro marchó al aeropuerto con los gerifaltes. De esa forma, evitó violencias con él.<br />
En su coche, camino de Granada, se sentía extraño. Con la música de Pink Floyd, intentaba<br />
dulcificar su ánimo abatido. Le invadía una ligera melancolía. Fijando la vista en unos cirros<br />
malvas y ocres que se atisbaban en aquel atardecer, pensó perderse en ellos y volverse etéreo,<br />
como una brizna de aire en el crepúsculo.<br />
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