Los imperios perdidos Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

uscó nombres para todos los pájaros que encontraba en los senderos. Supo distinguir las
collejas de las malas hierbas, cogió espárragos, tomillo y ajos porros. Sintió una inclinación, casi
anacoreta, por los espacios naturales. En su primera juventud, no se perdía ni un solo programa
en televisión de Félix Rodríguez de la Fuente. Aquella voz penetrante y las imágenes en blanco y
negro, le transportaban a las mismas cañadas y desfiladeros donde se desarrollaban los
documentales.
Ahora, la situación había cambiado. A la falta de tiempo para disfrutar del campo, se había
unido un deterioro importante del ecosistema en el que se movió cuando era niño. Los encinares y
choperas habían casi desaparecido. La zahorra había dado paso al alquitrán.
En su interior sabía que el chalet era un regate para engañar, en ese sentido, al
subconsciente. .
Ana compartía aquella filosofía y encontraba en el proyecto, la solución al problema que ellos
no tuvieron en su niñez, ver algo más que casas, coches y asfalto. Los niños no habían tenido esa
suerte. La televisión y la falta de seguridad en la calle, los había empotrado a la silla del
dormitorio. No sabían lo que era jugar en una plazoleta de barrio. Por eso, pese a que Luís no
compartía la idea de poner fronteras al campo, entendía que, en la coyuntura actual, no cabía otra
solución.
Después vino lo del campo de fútbol, en aquella impagable muestra de amor con que Ana le
obsequió. Todo esto, permitía mantener viva la llama de la ilusión. Eran muchos los proyectos y
todavía más los deseos de innovar, practicar y aprender de la naturaleza, pese a las limitaciones
de la parcela. Habría ocasión de ver eclosionar las semillas, de emocionarse con la floración de
los árboles. Se podrían colocar nidos de madera en las copas para que nidificaran las aves
insectívoras. Podrían incluso tener una pareja de perros.
Luís todavía recordaba a Rocky, un Springels con el que compartió su infancia. Cuando murió,
lo enterró junto al nacimiento de agua de Huétor. Con el paso de los años, construyeron un bloque
de apartamentos para veranear.
Cuando llegaron al chalet, Juana, la aparejadora, continuaba por las inmediaciones. Su coche
estaba aparcado junto a la puerta.
Podían sentirse satisfechos de la labor realizada. La distribución de los distintos servicios era
idónea y los materiales empleados, pese a las limitaciones dinerarias, eran óptimos. Llamaba la
atención la casa, con su aire sentimental e intimista parecía transportada desde las laderas de
una montaña alpina. Pese a estar levantada en llano, en absoluto desentonaba con el ambiente.
Los árboles, traídos en maceta, ya se erguían erectos y aún débiles. El campo de fútbol apuntaba
un verdor exultante que contrastaba con el blanco y negro del hierro de las porterías.
Desde detrás de la caseta de la depuradora de la piscina, salió Juana con el maestro de
obras. Con efusión les dijo:
- ¡Todo llega! Os presento vuestra casita de chocolate. Me he permitido hacer algunas
licencias en la fachada. Ahora parece sacada de un cuento hadas. Como veis está terminada.
Sólo faltan pequeños remates de limpieza exterior. Espero terminar entre hoy y mañana.
- ¡Es maravillosa!, -dijo Ana, preguntando a continuación ¿La luz, el agua, y demás cosas
están arregladas
- ¡Oh, sí! He diligenciado todos vuestros contratos. Por lo que respecta a la notaría, ya os
avisaré el día que hay que firmar la declaración de obra nueva. Ese trámite y la inscripción
registral, da por resuelta mi intervención.
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