Los imperios perdidos Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

Anduvo hasta la puerta de hierro. Contempló la mojada vereda que discurría hasta el molino y
la chopera de Lorca. El silencio era absoluto. Solo un perro vagabundo latía por el frío entre los
mazorcales secos.
Al frente, el sol se apagaba levitando en el mar de la eterna claridad. Una espectral áurea, de
apagada intensidad, pugnaba por asomarse entre el cielo y los montes de la Alpujarra.
Luís sintió como sus lágrimas resbalaban por la cara, buscando el mentón y después la
garganta. Cerró el portón y volvió a la casa.
Mudó la ropa. Sintió en su corazón una paz que nunca antes había experimentado. Subió al
auto con las entrañas repletas de unas sensaciones hermosas y bellidas como nunca conoció.
Comenzó por ser consciente de cada respiración que hacía, de cada latido que su corazón
daba. Eso era lo importante. Sentía desprendimiento hacia su ego, su nombre y su prestigio.
Sintió cada fibra de su cuerpo como una oportunidad irrepetible de conocer la mecánica de su
ser. El dolor perenne de su tobillo, fue un gesto amoroso más de un irrefrenable presente.
Desde el interior de su coche, volvió a contemplar el cielo. “Algún día, -pensó., yo también
jugaré al fútbol con mi padre en ese lugar”.
Por entre las nubes grises, aparecían en sus ribetes unos tonos azulados mezclados con la
bruma. Le resultaron acogedores y familiares.
F I N
– Acabose 24 de Diciembre de 1988--
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