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Los imperios perdidos Juan Carlos García-Ojeda Lombardo

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III<br />

La noche iba cayendo por entre los olivares y los chopos de la Vega del Genil. Las sombras<br />

alargadas de los árboles en el suelo, simulaban extrañas figuras geométricas que se entrelazaban<br />

en las umbrías, jugando a perderse en la oscuridad. El reflejo de las luces de la cercana Granada<br />

se atisbaba nítido en la lejanía. El coche de Luís circulaba ahora con su soledad. La música había<br />

cesado. Sólo el repiqueteo del motor, cuando reducía velocidad, alteraba en algo la monotonía<br />

intransigente de aquel retorno que ansiaba y también temía. Intuía que era el preludio de una<br />

semana cuajada de sorpresas. Cualquier día lo llamarían de la central y le harían estar al día<br />

siguiente en la sede para apostillar lo ya sabido, para preparar lo que nunca viene, para imaginar<br />

lo que jamás sucede. No era la primera víctima de la mezquindad empresarial. Se trataba de<br />

perder tiempo en los despachos de los directores de área. Tomar notas de las actitudes, conocer<br />

departamentos, avances técnicos e informáticos. Auguraba que los fines de semana, serían<br />

cortos y, su vida familiar, más limitada.<br />

Entre aquellas reflexiones, entró en la ciudad. Granada por la noche ardía de vida. El<br />

ambiente universitario concedía un vigor especial a las calles atestadas de jóvenes que<br />

abarrotaban los bares y acerados de las zonas residenciales. Emperatriz Eugenia, Pedro Antonio<br />

de Alarcón, San <strong>Juan</strong> de Dios hasta la Facultad de Derecho y Farmacia, eran un enjambre de vida<br />

y bullicio. Sin embargo, el centro estaba semidesierto. Apenas unos cuantos matrimonios,<br />

paseaban por la acera del Darro.<br />

Entró en la casa con el anhelo de hablar con su mujer. Ana no estaba. Una nota en el televisor<br />

le advertía que había salido con los niños a pasear. Hizo ademán de agrandar su melancolía, pero<br />

se sobrepuso. Decidió tomar una ducha, ponerse el pijama y ver el partido de fútbol que emitían<br />

por la segunda cadena.<br />

Tal era su cansancio, que se apoderó de él una modorra incontenible. Se durmió frente al<br />

televisor. Soñó al principio, mientras duraba su estado de vigilia, de forma desordenada. Después,<br />

cuando se sumió en la profundidad del estado onírico, tuvo un sueño muy creíble y realista. El<br />

país entero estaba sumido en una terrible contienda armada. Su ciudad, que apenas recordaba a<br />

Granada, estaba dominada por columnas interminables de soldados andrajosos y desaliñados<br />

que deambulaban por unas calles muy pendientes. Observaba el dantesco espectáculo<br />

semiescondido tras una pared en ruinas. Tenía de la mano a su hijo, al que asía con fuerza. Podía<br />

notar a la perfección el calor que despedía la mano menuda del niño. David lo miraba con<br />

complacencia, en su rostro reflejaba una imagen de seguridad. El hijo parecía ajeno a lo que, se<br />

interpretaba, como un desastre de las tropas patrias que habrían sido diezmadas no muy lejos de<br />

allí. David acercaba confiado su mejilla a la mano de Luís. Éste, en cambio, tenía miedo. Pero lo<br />

disimulaba sonriendo a su hijo.<br />

En aquel momento se apartó de la fila un oficial y, tras husmear detrás de la pared, le dijo:<br />

- ¿Qué hace usted aquí con esta criatura En cualquier momento pueden volver a<br />

bombardear.<br />

- ¡No se cómo he llegado a este lugar! ¡Debo haberme perdido! - Contestó Luís aturdido.<br />

- ¿No tiene ningún lugar al que ir<br />

- Creo que tengo una parcela en El Camino de Purchil. Tal vez allí estemos seguros<br />

- ¡Ya recuerdo ese terreno! Está junto al molino y tiene un campo de fútbol pequeño – Dijo el<br />

oficial ante la sorpresa de Luís<br />

- ¿Un campo de fútbol<br />

- ¡Claro hombre de esos pequeños, con hierba! Allí le hemos visto jugar<br />

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