las dejo a los cuidados del Señor. Más tarde, al ser olvidada por midirector espiritual, la frialdad que he comentado por parte de laspersonas que eran guiadas por Él, ya no me ocasionó mástribulación, y en realidad tampoco el distanciamiento de todas lascriaturas, debido a mi humillación interior. Mi hermano también seaunó con aquellos que me vituperaban, aunque no les conociera denada. Creo que fue el Señor quien llevó las cosas de esta manera,pues mi hermano está completamente convencido, e indudablementepensaba, que hacía bien al actuar de esta forma.Me vi obligada a atender ciertos asuntos en una ciudad dondevivían algunos familiares cercanos por parte de mi suegra. ¡Hasta quépunto vi que las cosas habían cambiado! Cuando había estado antesallí, me habían atendido de la forma más elegante y lisonjera,pugnando por agasajarme en cada casa por la que pasaba. Ahora metrataban con sumo desprecio, diciendo que lo hacían en venganza porlo que yo hacía sufrir a su familiar. Como vi que la cosa llegabademasiado lejos, y que a pesar de todos mis cuidados y esfuerzospara complacerla, no había sido capaz de lograrlo, me decidí a dejarlas cosas claras con ella. Le dije que había rumores de que yo latrataba muy mal, aunque me concienciaba de ofrecerle todas lasseñas posibles de mi afecto. Si el rumor era cierto, le pedí mepermitiera apartarme de ella; pues yo no quería quedarme parahacerla sufrir, sino para todo lo contrario. Respondió muy fríamenteque “podía hacer lo que quisiera, pues, aunque no había hablado deello, había decidido vivir alejada de mí”. Esto me daba limpiamentecarta blanca, y pensé en tomar en privado mis medidas al respectocon el fin de retirarme. Debido a que, desde mi viudez, no habíahecho ninguna visita excepto aquellas obligadas bajo necesidadimperiosa, o la estricta caridad, había muchos ánimos descontentos,que se asociaron con ella en contra mío. El Señor requirió de mí uninviolable secreto en torno a todas mis tribulaciones, tanto exteriorescomo interiores. Nada hay que haga morir tanto a la naturaleza, comoel no encontrar apoyo ni consuelo. Al poco tiempo me vi obligada airme, a mitad del invierno, con mis hijos y el ama de cría de mi hija.Por aquel entonces no había ninguna casa vacía en la ciudad, así quelos Benedictinos me ofrecieron un aposento en la suya.Ahora me encontraba en un gran apuro; por un lado temiendoque podría estar eludiendo la cruz, y por otro pensando que erairrazonable imponer mi estancia a alguien a quien sólo le resultabadoloroso. Aparte de lo que he relatado de su comportamiento, que134
todavía seguía siendo así, cuando me iba a la campiña a tomar algúndescanso se quejaba de que la dejaba sola. Si le rogaba que vinieraacá, no venía. Si le decía que no me atrevía a decirle que viniera, pormiedo a incomodarla por el cambio de cama, ella contestaba que sóloeran excusas, porque la realidad era que yo no quería que fuera, yque sólo me iba para estar lejos de ella. Cuando llegaba a mis oídosque no estaba contenta con que yo estuviera en la campiña,regresaba a la ciudad. Después, no podía soportar hablar conmigo, overme. Yo la abordaba sin aparentar darme cuenta de cómo se lotomaba. En vez de contestarme, volvía la cabeza para otro lado. Amenudo le enviaba mi carruaje, rogándole que viniera y pasara un díaen el campo. Ella lo devolvía vacío, sin respuesta alguna. Si mepasaba algunos días allí sin enviarlo, se quejaba a voz en cuello. Enbreve, todo cuanto hiciera le amargaba, pues Dios lo permitía. En elfondo tenía buen corazón, pero era afligida por un desasosegadocarácter. Y yo no dejo de sentirme muy obligada hacia ella.Estando junto a ella el día de Navidad, le dije con mucho afecto:“Madre, en este día nació el Rey de paz con el propósito de traernos aella; le deseo toda la paz del mundo en Su nombre”. Creo que eso latocó, aunque ella no dejaba que se viera. El párroco, con el que ya mehabía encontrado en mi hogar paterno, lejos de fortalecerme yconfortarme, no hacía más que debilitarme y afligirme, diciéndomeque no debía tolerar ciertas cosas. Yo no tenía suficiente crédito comopara despedir a ninguno de los empleados domésticos, por muyculpable o deficiente que fuera. En el momento en que se amonestabaa cualquiera de ellos con la expulsión, ella se ponía de su lado, ytodos sus amigos interferían en ello. Cuando estaba a punto demarcharme, uno de los amigos de mi suegra, un hombre de valía, quesiempre me había tenido aprecio, habiendo oído acerca de mi marcha,aunque sin atreverse a mostrarlo, tenía mucho miedo de que dejarala ciudad, pues la remoción de mis dádivas, pensaba él, supondríauna considerable pérdida para la región. Decidió hablar con misuegra de la forma más sosegada, pues la conocía. Después de hablarcon ella, dijo ésta que no me echaba, pero que si me iba, no me loimpediría. Después de esto vino a verme, y rogóme que fuera y que lepidiera alguna excusa con el fin de contentarla. Le dije que “estabadispuesta a pedirle cientos de ellas, aunque no sabía de qué tenía quedisculparme; que lo hacía continuamente con todas las cosas, y estola incomodaba. Pero que ese no era el problema, pues yo no mequejaba de ella, mas no me parecía conveniente seguir allí si laestaba incomodando; que sólo lo hacía para contribuir a su135
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oído o leído de tal estado como e
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IIIEn aquel entonces recibí un des
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