vez te llevabas y raptabas mi corazón. ¡Ay, que pena tenía ahora porhaberte desagradado! ¡Qué lamentos, qué suspiros, qué sollozos!¿Quién hubiera pensado al verme que mi conversión habría de durartoda mi vida? ¿Por qué no, mi Dios, tomaste por completo estecorazón para Ti, cuando te lo entregué tan plenamente? O, si fueentonces cuando lo tomaste, ¿por qué lo sublevaste de nuevo? Seguroque eras lo suficientemente fuerte como para dominarlo, pero quizásTú, al dejarme a mi aire, expusiste tu misericordia para que laprofundidad de mi iniquidad pudiera servir como trofeo a tu bondad.Me apliqué de inmediato a todas mis obligaciones. Hice unaconfesión general con gran contrición de corazón. Confesé confranqueza y con muchas lágrimas todo lo que sabía. Tanto cambiéque a duras penas me reconocían. Nunca hubiera incurrido de formavoluntaria ni en el más mínimo desliz. No encontraron nada de quéabsolverme cuando me confesaba. Descubrí los más pequeñosdefectos y Dios me hizo el favor de capacitarme para conquistarme amí misma en muchas cosas. Sólo quedaron algunas trazas de pasiónque me dieron algunos problemas para conquistarlas. Pero tan prontocomo daba algún disgusto, por cualquier motivo, incluso a losempleados domésticos, imploraba su perdón con el propósito desubyugar mi ira y orgullo; porque la ira es hija del orgullo. Unapersona de veras humillada no permite que nada le ponga furiosa. Aligual que el orgullo es lo último que se muere en el alma, la pasión eslo último destruido en la conducta externa. Un alma totalmentemuerta a sí misma no encuentra furor alguno dentro de ella.Hay personas que, sobreabundando en gracia y en paz, a lapuerta misma de la senda resignada de la luz y del amor, dicen quehasta allí han llegado. Pero están muy equivocadas al ver así sucondición. Si están dispuestas a examinar de corazón dos cosas,pronto descubrirán esto. Primero, que si su naturaleza es vivaz,encendida e impulsiva (no estoy hablando de temperamentos necios),encontrarán que de vez en cuando cometen deslices en los que laemoción y la angustia juegan su parte. Incluso entonces aquellosdeslices son útiles para humillarles y aniquilarles. (Pero cuando laaniquilación ha sido perfeccionada, toda pasión ha huido, y ya no soncompatibles con este ulterior estado). Se enfrentarán al hecho de quecon frecuencia surge una moción interna a la ira, pero la dulzura dela gracia tira de la soga. Transgredirían fácilmente si dieran pie dealguna manera a estos indicios. Hay personas que se consideran muymansas porque nada les frustra. No es de tales de los que estoy24
hablando. La mansedumbre que nunca ha sido puesta a prueba, porlo general sólo es una falsificación. Aquellas personas que, cuandonadie las molesta, parecen santas, en el momento que soninquietadas por mano de acontecimientos incómodos, se desperezanen ellos un inusual número de defectos. Pensaban que estabanmuertos, cuando sólo permanecían dormidos porque nada les hacíadespertar.Continué con mis ejercicios religiosos. Me encerraba todo el díapara leer y orar. Di al pobre todo cuanto tenía, llevando incluso ropade lino a sus casas. Les enseñé el catecismo, y cuando mis padrescenaban fuera, les hacía comer conmigo y les servía con gran respeto.Leí las obras de San Francisco de Sales y la vida de Madame deChantal. Allí aprendí por primera vez lo que era la oración mental, ysupliqué a mi confesor me enseñara aquella clase de oración. Comono lo hizo, utilicé de mi propio esfuerzo para practicarla, aunque sinéxito pensé entonces, pues no era capaz de ejercitar la imaginación;me persuadí a mí misma de que la oración no podía hacerse sinformar en uno mismo ciertas ideas y razonar mucho. Este escollo nome dio pocos quebraderos de cabeza, durante bastante tiempo. Eramuy diligente y oraba a Dios con fervor para que me concediera eldon de la oración. Todo lo que veía en la vida de Madame de Chantalme encandilaba. Era tan niña, que pensé que tenía que hacer todocuanto veía en ella. Todos los juramentos que hizo ella, yo tambiénhice. Un día leí que se había puesto el nombre de Jesús en sucorazón, obedeciendo al consejo: «Ponme como un sello sobre micorazón». Para este propósito había tomado un hierro al rojo vivo,sobre el que estaba grabado el nombre santo. Me angustié mucho alver que yo no podía hacer lo mismo. Decidí escribir aquel sagrado yadorable nombre en letras grandes, sobre papel, y con lazos y unaaguja me lo pegué a la piel por cuatro sitios. En esa posición se quedódurante mucho tiempo.Tras esto, me empeñé en ser monja. Como el amor que teníahacia San Francisco de Sales no me permitía pensar en ninguna otracomunidad, excepto aquella de la que era él fundador, a menudo meiba a rogarle a las monjas de allí que me recibieran en su convento.Con frecuencia me escabullía de la casa de mi padre y solicitabareiteradamente mi admisión en aquel lugar. Aunque era algo queellas solícitas anhelaban, siquiera como una ventaja temporal, nuncase atrevieron a dejarme entrar, porque temían mucho a mi padre, decuyo afecto hacia mí no eran ajenas.25
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XXVLa primera persona religiosa que
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XXVIIEn aquel feliz día de Santa M
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XXVIIIMe tuve que desplazar a Parí
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en Génova, y que habría de sacrif
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XXIXSi por un lado la Providencia a
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