Le dije a mi marido que tenía mal el estómago, y que estabacogiendo la viruela. Dijo que sólo eran imaginaciones mías. Le dejéver a la señora Granger la situación en que me encontraba. Como ellatenía un corazón tierno, el trato que yo recibía le afectaba, y meanimó a rendirme al Señor. Al no encontrar la naturaleza recursoalguno donde aferrarse, por fin accedió a hacer el sacrificio que miespíritu ya había hecho. El trastorno ganaba terreno a pasosagigantados. Fui presa de tremendos escalofríos, y de dolores tantoen mi cabeza como en mi estómago. Todavía no se creían que estabaenferma. En cuestión de horas avanzó tanto que pensaron que mivida corría peligro. También me vi afectada por una hinchazón en mispulmones, y los remedios de un trastorno eran perjudiciales para elotro. El médico favorito de mi suegra no estaba en la ciudad, nitampoco el cirujano residente. Otro cirujano dijo que debía sersangrada, pero en aquel momento mi suegra no lo permitió. Estaba alborde de la muerte por falta de una debida asistencia. Mi marido, alno estar capacitado para verme, me dejó por completo en manos desu madre. Ella no permitía que ningún otro médico salvo el suyopropio me prescribiera, pero aunque sólo estaba a un día de camino,no mandó llamarle. Ante esta extrema situación yo no abrí mi boca.Esperaba la vida o la muerte de la mano de Dios, sin manifestar lamenor inquietud. La paz que disfrutaba por dentro, en función de esaperfecta resignación, en la que Dios me conservaba por su gracia, eratan grande, que me hizo olvidarme de mí misma en medio detrastornos opresivos.La protección del Señor fue verdaderamente maravillosa. Cuán amenudo he sido puesta al límite, aunque Él nunca ha dejado desocorrerme cuando más desesperadas parecían las cosas. Así leagradó a Él, que un diestro cirujano que ya me había atendidoanteriormente, al pasar por nuestra casa, preguntara por mí. Ledijeron que estaba terriblemente enferma. Se apeó inmediatamente ypasó a verme. Nunca había visto yo antes a un hombre tansorprendido como aquel, cuando vio la condición en la que meencontraba. La viruela no había podido brotar, y se había cebado contal fuerza en mi nariz, que estaba casi negruzca. Pensó que habíaexistido gangrena y que se iba a caer. Mis ojos estaban como dostrozos de carbón; pero yo no estaba alarmada. En aquel entoncespodría haberlo sacrificado todo, y estaba agradada de que Dios sevengara en aquella cara que me había traicionado en tantasinfidelidades. Además, se puso tan alterado que se fue a la habitación84
de mi suegra, y le dijo que era de lo más vergonzoso dejarme morir deaquella forma, por falta de una purga sanguínea. Pero como ella aúnse oponía duramente a ello, en breve le dijo muy llanamente que no loconsentiría hasta que llegara el doctor. Se puso tan furioso al ver queme abandonaban así y que no iban a buscar al doctor, que reconvinoa mi suegra de la forma más severa. Pero todo fue en vano. Sepresentó otra vez ante mí y dijo: “Si quieres, yo te sangraré, y salvarétu vida”. Alargué mi brazo hacia él, y a pesar de estarextremadamente hinchado, me sangró en un momento. Mi suegra sepuso fuera de sí, roja de ira. Al instante brotó la viruela. Mandó quese me volviera a sangrar por la tarde, pero ella no lo consintió.Temiendo disgustar a mi suegra, y bajo una resignación total a lasmanos de Dios, no le retuve.Hago un mayor hincapié mostrando qué ventajas conlleva elresignar a Dios tu propio yo sin reservas. Aunque aparentemente Élnos deja durante un tiempo para probar y ejercitar nuestra fe, nuncanos falla cuando más acuciante es nuestra necesidad de Él. Puedeuno decir con la escritura: «Es Dios el que nos tendió a las puertas dela muerte, y nos resucitó de nuevo». El amoratamiento e hinchazónde mi nariz desaparecieron y creo que, si me hubieran seguidopurgando, hubiera estado bastante bien. Por falta de ello volví aempeorar. El mal se abalanzó sobre mis ojos y los inflamó con undolor tan intenso, que pensé que iba a perderlos.Tuve intensos dolores durante tres semanas, a lo largo de lascuales no pude dormir mucho. No podía cerrar mis ojos, de lo llenosque estaban de viruela, ni tampoco abrirlos a causa del dolor. Misencías, paladar y garganta también estaban tan llenos de pústulas,que no podía tragar caldo ni alimentarme sin sufrir en extremo. Todomi cuerpo parecía leproso. Todo el que me veía decía que nuncahabía visto un espectáculo tan espantoso. Pero en cuanto a mi alma,Dios me mantenía bajo un contentamiento que no puede expresarse.La esperanza de conseguir su libertad, en la pérdida de esa bellezaque tan a menudo me había traído bajo un yugo, me hizo sentir tansatisfecha y tan unida a Dios, que no habría intercambiado micondición al príncipe más feliz de la tierra.Todo el mundo pensó que no habría nada en el mundo quepudiera consolarme. Varios expresaron su simpatía hacia mi tristecondición, o al menos así la juzgaban entonces. Reposaba en elsecreto relente de un gozo inefable, en esta total privación de aquello85
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Mi padre se resistió. Sin duda alg
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XXVIUn día, cuando mi marido aún
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XXVIIEn aquel feliz día de Santa M
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atribuirle algo; pero si Tú me tom
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Estas disposiciones han perdurado,
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XXVIIIMe tuve que desplazar a Parí
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en Génova, y que habría de sacrif
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XXIXSi por un lado la Providencia a
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