hubiera sido un mendigo, o la más infame de las criaturas. Guardéun profundo silencio, estando recogida en el Señor.Mientras tanto la muchacha entró. Cuando la vio, su cólera seencendió aún más. Me mantuve próxima a Dios, como una víctimadispuesta a sufrir lo que quiera que Él permitiese. Mi marido meordenó que le suplicara perdón, lo cual hice con presteza, y con estose apaciguó. Me fui a mi gabinete y, tan pronto como llegué a él, miDirector divino me movió a hacer un regalo a esta muchacha, con elfin de recompensarla por la cruz que me había causado. Se quedó untanto perpleja, pero su corazón era demasiado duro para serconquistado.A menudo actuaba así por las numerosas oportunidades queella me daba. Tenía ella una singular destreza atendiendo al enfermo.Mi marido, enfermizo casi de continuo, no permitía que ninguna otrapersona le administrara cuidados. Tenía una gran consideraciónhacia ella. Era astuta; ante él me profesaba un extraordinariorespeto. Si le dirigía una palabra cuando él no estaba presente, aunde la forma más afable, y ella oía que se acercaba, gritaba con todassus fuerzas que era infeliz. Actuaba como alguien que estuviera muyafligido, con lo que, sin informarse por su cuenta de la verdad, élestaba irritado conmigo, al igual que mi suegra.Los reveses que yo misma le daba a mi orgullo y a midesasosegada naturaleza eran tan grandes que ya no podía resistirpor más tiempo. Debido a ello estaba bastante cansada. En ocasionesparecía como si estuviera rasgada por dentro, y a menudo he caídoenferma por la lucha. Esta muchacha no podía evitar el manifestar suindignación contra mí incluso ante personas de distinción que veníana verme. Si guardaba silencio, mayor ofensa se tomaba con ello, ydecía entonces que la despreciaba. Me menospreciaba y se quejaba atodo el mundo. Todo esto redundó en mi honor y en su propiadesgracia. Mi reputación estaba tan asentada que, debido a mimodestia externa, mi devoción, y las grandes obras de caridad quehacía, nada podía hacerla tambalear.En ocasiones salía corriendo a la calle profiriendo gritos contramí. Una vez exclamó: “¿Verdad que soy muy infeliz por tener unaseñora así?” La gente se reunió a su alrededor para saber lo que lehabía hecho; sin saber que decir, respondió que no le había hablado66
en todo el día. Se volvieron riendo, y dijeron: “Entonces no te habráhecho mucho daño”.Me quedo sorprendida ante la ceguera de los confesores, y anteel hecho de que permitan que sus penitentes les oculten buena partede la verdad. El confesor de esta muchacha la hacía pasar por unsanto. Estaba presente cuando lo dijo. Yo no dije nada; pues el amorno me permitía hablar de mis problemas. Habría de consagrárselostodos a Dios por medio de un profundo silencio.Mi marido estaba de mal humor por causa de mi devoción.“¡Qué! – decía –, amas tanto a Dios que a mí ya no me quieres más”.Así de poco comprendía él que el verdadero amor conyugal es aquelque el mismo Señor levanta en el corazón que le ama.Oh, Tú que eres puro y santo, imprimiste en mí desde elprincipio tal amor hacia la castidad, que no había nada en el mundoque no hubiera sufrido con el fin de poseerla y preservarla.Me esforcé en estar de acuerdo en todo con mi marido y enagradarle en todo cuanto pudiera pedir de mí. Dios me dio tal purezade alma en aquel tiempo, que no llegaba a tener ni un malpensamiento. A veces mi marido me decía: “Uno ve claramente que túnunca pierdes la presencia de Dios”.El mundo, al ver que le abandonaba, me perseguía y me hacíaquedar en ridículo. Yo era su juguete y el objeto de sus fábulas. Nopodía soportar que una mujer, de apenas veinte años de edad,hubiera de presentar batalla contra él, y vencer. Mi suegra se pusodel lado del mundo, y me acusaba de no hacer cosas que en el fondole habrían ofendido en gran manera si las hubiera hecho. De la pocacomunión – menos de lo recomendable – que tenía con la criatura, meencontraba como uno que está perdido, y solo. Parecía queexperimentaba aquellas palabras de Pablo: «Y ya no vivo yo, sino queCristo vive en mí». Sus operaciones eran tan poderosas, tan dulces, ytan secretas en su conjunto, que no podía expresarlas. Nos fuimos alcentro del país por algún asunto de negocios. ¡Oh! ¡Qué inefablecomunión experimenté allí en recogimiento espiritual!Para la oración era insaciable. Me levantaba a las cuatro de lamañana a orar. Me desplazaba muy lejos para irme a la iglesia, queestaba situada de tal modo que el carruaje no podía acceder a ella.67
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XXVIUn día, cuando mi marido aún
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XXVIIEn aquel feliz día de Santa M
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XXVIIIMe tuve que desplazar a Parí
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en Génova, y que habría de sacrif
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XXIXSi por un lado la Providencia a
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que yo creía que era Tuyo, y no m
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