extranjero sin mi madre, y la reputación de nuestra casa era grande,podía pasar por una persona virtuosa.No vi a mi electo esposo hasta que estuve en París, dos o tresdías antes de nuestra boda. Tras la firma de mi contrato nupcial, lasmisas declararon que mi matrimonio estaba en la voluntad de Dios.Deseaba al menos que se hiciera de esta forma.Oh, mi Dios, cuán grande fue tu bondad al ser paciente conmigoen aquella hora, y permitirme orar con tanta valentía como si hubierasido uno de tus amigos, yo que me había rebelado contra Ti como sihubiera sido tu peor enemigo.El gozo por nuestras nupcias se generalizó a lo largo y ancho denuestra villa. En medio de este regocijo general, nadie estaba tristemas que yo. De lo deprimida que estaba, no podía reírme como losdemás; ni siquiera comer. No conocía la causa. Era un pequeñobocado que Dios me había dado a probar acerca de lo que habría deacontecerme. El recuerdo del deseo que tenía de ser monja seabalanzó con ímpetu. Todos lo que vinieron a felicitarme el díadespués no podían resistirse a animarme. Lloraba amargamente.Respondía: “¡Ay! Me hubiera gustado tanto ser monja; ¿Entonces, porqué estoy casada? ¿Por medio de qué fatalidad me ha sobrevenidoeste cambio tan radical?” No acababa de llegar a casa de mi nuevoesposo cuando me dio la sensación que para mí sería una casa deluto.Me vi obligada a cambiar mi conducta. Su forma de vida eramuy diferente a la que se llevaba en casa de mi padre. Mi suegra, quehabía sido viuda por largo tiempo, no reparaba más que la economía.En casa de mi padre vivían de una manera noble y con granelegancia. Pero allí mi marido y mi suegra tachaban de orgullo a loque yo llamaba cortesía. Este cambio me sorprendió muchísimo, ymás aún cuando mi vanidad deseaba aumentar en vez de disminuir.Para cuando me casé tenía poco más de quince años. Misorpresa se hizo mayúscula cuando vi que tenía que perder lo quehabía adquirido con tanto esmero. En casa de mi padre se nosobligaba a comportarnos de una manera fina y elegante, a hablar conpropiedad. Todo lo que yo decía allí se aplaudía. Aquí nunca se meescuchaba lo que decía, salvo para contradecirme y encontrar faltas.Si hablaba bien, decían que era para aleccionarlos. Si alguna36
pregunta se enunciaba en casa de mi padre, él mismo me animaba ahablar con libertad. Aquí, cuando hablaba de mis sentimientos,decían que era para entrar en disputa. Me hacían callar de formaabrupta y vergonzosa, y me reprendían de la mañana a la noche.Habría tenido cierta dificultad en relatarle a usted ciertosasuntos – cosa que no se podía llevar a cabo sin que la caridadresultase dañada – si no me hubiera impedido omitir ni uno sólo deellos. Le pido que no mire a las cosas del lado de la criatura, cosa queharía que estas personas aparentaran ser peor de lo que eran enrealidad. Mi suegra tenía virtud y mi marido tenía religión, y no vicioalguno. Es un requisito insalvable mirarlo todo desde el lado que Diosse encuentra. Él permitió que estas cosas sucedieran sólo con vistasa mi salvación y porque no quería que me perdiese. Y por otro ladotenía tanto orgullo que si hubiera recibido un trato distinto, allí mehabría quedado, y quizás no me hubiera vuelto a Dios, como me viimpulsada a hacer debido a la opresión de multitud de cruces.Mi suegra concibió un deseo tal de ponerse en todo en contramía, que, para fastidiarme, me hacía desempeñar los oficios máshumillantes. Su temperamento era una cosa tan particular que, al nohaberlo tratado nunca en su juventud, a duras penas era capaz deconvivir con nadie. No decía nada más que oraciones vocales, peroella no veía este defecto, y si lo veía, y no era capaz de apartarse delos poderes que son propios a la oración, no terminaba de sacarle elmejor provecho. Era una pena, pues tenía tanto mérito comosensatez. Me convertí en la víctima de sus malos humores. Toda suocupación consistía en frustrarme e inspirar un similar sentir a suhijo. Los dos hacían que personas que me debían el respeto como susuperiora* se pusieran por encima de mí. Mi madre, que tenía ungran sentido del honor, no podía soportarlo. Cuando lo oyó por bocade otros (pues yo no le dije nada), me reñía creyéndose que lo hacíaporque no sabía como mantener mi rango y no tenía temple. No meatrevía a contárselo, pero casi estaba dispuesta a morirme por lasagonías de la pena y la continua tribulación. Lo que lo agravaba todoera el recuerdo de personas que se me habían declarado; lo diferentede su forma de ser y de su manera de comportarse, el amor quetenían hacia mí, lo agradables y finos que eran.________________________________________________________________________________________________* En vez de tratarla conforme a su posición natural como mujer que era del dueño y señor de lacasa, la humillaban y dejaban que la servidumbre – pues ella no se quejaba – la tratara delmismo modo.37
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XXVLa primera persona religiosa que
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XXVIIEn aquel feliz día de Santa M
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XXVIIIMe tuve que desplazar a Parí
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en Génova, y que habría de sacrif
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XXIXSi por un lado la Providencia a
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