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Autobiografía (Parte I) - Cristianía

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hablando. La mansedumbre que nunca ha sido puesta a prueba, porlo general sólo es una falsificación. Aquellas personas que, cuandonadie las molesta, parecen santas, en el momento que soninquietadas por mano de acontecimientos incómodos, se desperezanen ellos un inusual número de defectos. Pensaban que estabanmuertos, cuando sólo permanecían dormidos porque nada les hacíadespertar.Continué con mis ejercicios religiosos. Me encerraba todo el díapara leer y orar. Di al pobre todo cuanto tenía, llevando incluso ropade lino a sus casas. Les enseñé el catecismo, y cuando mis padrescenaban fuera, les hacía comer conmigo y les servía con gran respeto.Leí las obras de San Francisco de Sales y la vida de Madame deChantal. Allí aprendí por primera vez lo que era la oración mental, ysupliqué a mi confesor me enseñara aquella clase de oración. Comono lo hizo, utilicé de mi propio esfuerzo para practicarla, aunque sinéxito pensé entonces, pues no era capaz de ejercitar la imaginación;me persuadí a mí misma de que la oración no podía hacerse sinformar en uno mismo ciertas ideas y razonar mucho. Este escollo nome dio pocos quebraderos de cabeza, durante bastante tiempo. Eramuy diligente y oraba a Dios con fervor para que me concediera eldon de la oración. Todo lo que veía en la vida de Madame de Chantalme encandilaba. Era tan niña, que pensé que tenía que hacer todocuanto veía en ella. Todos los juramentos que hizo ella, yo tambiénhice. Un día leí que se había puesto el nombre de Jesús en sucorazón, obedeciendo al consejo: «Ponme como un sello sobre micorazón». Para este propósito había tomado un hierro al rojo vivo,sobre el que estaba grabado el nombre santo. Me angustié mucho alver que yo no podía hacer lo mismo. Decidí escribir aquel sagrado yadorable nombre en letras grandes, sobre papel, y con lazos y unaaguja me lo pegué a la piel por cuatro sitios. En esa posición se quedódurante mucho tiempo.Tras esto, me empeñé en ser monja. Como el amor que teníahacia San Francisco de Sales no me permitía pensar en ninguna otracomunidad, excepto aquella de la que era él fundador, a menudo meiba a rogarle a las monjas de allí que me recibieran en su convento.Con frecuencia me escabullía de la casa de mi padre y solicitabareiteradamente mi admisión en aquel lugar. Aunque era algo queellas solícitas anhelaban, siquiera como una ventaja temporal, nuncase atrevieron a dejarme entrar, porque temían mucho a mi padre, decuyo afecto hacia mí no eran ajenas.25

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