La Sirena Varada: Año II, Número 6

tras ellos, se entretuvo imaginando la
tumba de Johnson frente a él, justo en
el sitio donde caía el chorro de orina.
—Perdón que lo interrumpa, agente
Miller, pero ya nos divertimos mucho
tiempo con esta farsa.
Sobresaltado, Miller dio la vuelta mientras
se cerraba la bragueta. Algunas gotas
de orina le mojaron las manos y el pantalón.
En otra situación, la escena habría resultado
cómica, pero no ahora. Frente a él,
a pocos metros, Charles Carter apuntaba
con su arma al centro de su frente.
—Fue un error que enviaran a un novato
—dijo, al tiempo que arrojaba una placa
de policía a los pies de Miller—, creen
poderlo todo pero fallan hasta en lo más
elemental. Ninguna evidencia que haya
recabado llegará a sus superiores.
Desesperado, el agente tanteó su
traje en busca de su arma, pero fue inútil,
la había olvidado dentro del automóvil.
Impotente, maldijo su torpeza y
maldijo a Charles Carter, que se había
aprovechado de la situación. En todo
su cuerpo sintió la sangre detener su
flujo; sus sienes, diaforéticas, palpitaban
sin cesar; de la boca, seca, no salió
palabra alguna.
Dentro de su cabeza, un eco resonó:
¡Maldita sea, Miller! ¡Te dije que nunca
lograrías nada! ¡Te dije que no olvidaras
tu arma, inútil! ¡Ahora tendré que
volarte los sesos!
Aquella tarde, en medio del campo,
no hubo testigo alguno de los diez disparos
que segaron la vida del agente
Rudolph Miller.
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