74 EL MUELLE DE LAS SIRENAS Por Karen E. Villalón
Llevaba toda la mañana resuelto a deshacerme de mi mujer. <strong>La</strong> razón era simple, habíamos llegado a un punto en nuestro matrimonio en el que me exasperaba todo de ella: su aliento cerca de mí, su respiración al lado de mi almohada cada noche, sus lágrimas de perro apaleado que resbalaban por sus mejillas mientras se encerraba en el cuarto de baño; cuanto me aborrecía oírla llorar. A veces miraba su reflejo en un espejo por horas u observaba por la ventana como si afuera hubiera algo inusual imposible de no mirar, no se diga en los días de lluvia. En una ocasión estaba más perdida que de costumbre y ahí, una vez más y sin previo aviso, el caudal de lágrimas; ella mirando con fijeza el absurdo movimiento de la lavadora. No sé qué pretendía cada una de estas ocasiones. Era como vivir junto a un cascarón vacío. Hasta el gato dejó de maullarle, él gustaba de recostarse sobre ella y ronronear por un largo rato. Ahora el gato ni siquiera la observaba, la ignoraba mientras se restregaba entre mis piernas, maullando por algo de las sobras de amor que de vez en cuando yo le obsequiaba. Estaba cansado de la actitud petrea de mi mujer, así que la convencí de salir y dar un paseo. Mi idea era llevarla al muelle de las sirenas, donde nos conocimos. Pensé que si tal vez la dejaba ahí sola y desprotegida se lanzaría por su propia cuenta al mar, le gustaba el mar y escuchar las olas, solía decir que cantaban para ella. El problema fue que no llegamos a nuestro destino, le brotó una inesperada necesidad de bajarse del auto en marcha tan espontaneamente que no hubo tiempo de detenerla. Corrió como una loca, hacía tiempo que yo creía que lo estaba. Tal vez bajó con la idea de alejarse de sí misma, de su tristeza, de su oscuridad negra como la noche. <strong>La</strong> perseguí por horas antes de percatarme que era mi oportunidad para librarme de ella y de su corroído yo. Entonces, como si leyera mi mente, mi mujer se detuvo en seco, sus pasos dejaron de ir con celeridad hacia todos lados y ninguno a la vez, dio media vuelta y me llamó. Primero lo hizo en lo que creo fue un susurro, sus labios moviendose arriba y abajo, luego con una voz seca, después a gritos. <strong>La</strong> gente la miró con lástima. Vi que una madre tomó a su hijo de la mano y ambos se alejaron de mi mujer. Otra más ofreció ayudarla y llamar a la policía. Un hombre les gritó que a quien necesitaban llamar era a un loquero, mi mujer lloró al oirlo. <strong>La</strong> lástima intentó colarse hasta mi corazón, pero mis venas eran ya demasiado estrechas y no lo permitieron. En mi mente un grito de asombro y emoción me instó a esconderme. Seguí corriendo. Llegué a mi auto. Después de algunos intentos abrí la puerta, me senté y con manos temblorosas encendí un cigarrillo. Casí provoco un incendio. Prendí el fósforo y con la adrenalina corriendo en mis venas dejé que se quemara, lo solté cuando sentí el fuego en mi piel. Por suerte no provoqué una catástrofe, esa noche yo era un hombre afortunado. Cuando terminé el tercer cigarrillo encendí el motor, era hora de irme a casa. Arranqué y en seguida encolarecí, mi mujer apareció de la nada a unos metros por delante de mi auto. Sospeché que sólo quería hacerme sentir el hombre más miserable y desdichado del mundo, aún furibundo, pisé el acelerador y pasé sobre ella. 75